No conviene engañarse. Antes de enfrentarse a una película como Hitchcock es importante reconocer el terreno que vamos a pisar. Las películas biográficas, los biopics, se han guiado siempre por una peligrosa trampa. La imponente figura de la celebridad a la que representan empuja a la película a colocar el piloto automático. Demasiados frentes abiertos. Contar la historia de una vida al completo, al tiempo que dejar espacios para el lucimiento del actor protagonista, que a fin de cuentas es el auténtico reclamo. Contemplar la representación del personaje famoso acaba teniendo más interés como documental de ficción que como objeto cinematográfico. En última instancia, unos rótulos explicativos a modo de epílogo dulcifican la experiencia, al tiempo que imposibilitan todo atisbo de reflexión.
La traslación aquí de una época concreta en la vida del célebre director no deja de ajustarse a esos patrones y, por tanto, su trascendencia es tan limitada como sus pretensiones. La revisitación del rodaje de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) se ejecuta con agradable displicencia. Sus audaces diálogos están encaminados a la condescendencia, al chiste amable y a la fluidez argumental. Estructura televisiva para una película en la que lo visual carece de todo interés. Es por esta sutileza de tan brillantes palabras por lo que ambos protagonistas pueden lucirse y, por fin, no es gracias al maquillaje que ostentan. Hitchock funciona como homenaje y como proceso de disección del rodaje de una obra visionaria en la que nadie confía, salvo su propio realizador.
La película sugiere que el director deseaba hacer esta obra tan personal por recuperar la sensación de sentirse vivo, a partir de esa libertad creativa que añoraba. Pero el elogiable deseo de alcanzar una agradecida ligereza en el montaje, una economía de tiempos de la que debería aprender más de una obra americana contemporánea, empuja por desgracia a que el biopic no pueda profundizar en ninguno de los temas que explora ni en ninguna de las grandes situaciones que propone. A veces incluso sorprende su brevedad, la manera en la que se planifican las secuencias y la evidente forma en que se sintetiza el montaje para mostrar lo más esencial de todas ellas. Se convierte en una película que prefiere abarcar antes que explorar, recoger los hechos bajo el discutible criterio de que será el contenerlos lo que imprima valor a la película.
En ese sentido, Hitchcock es una película cobarde hecha con gran corazón. Sus intenciones son nobles y carentes de todo ánimo aleccionador, pero sus fisuras son tan latentes y determinantes como la de cualquier espectáculo televisivo. El espectáculo está servido: mordaces diálogos, actuaciones sobresalientes y una ambientación cuidada. Nada de ello, sin embargo, consigue esconder que el reclamo por el cual funciona la representación es debido a los momentos en los que la trama entronca con un acontecimiento real del proceso de producción de Psicosis, escenas o detalles que enriquezcan el recuerdo de aquella antigua película y no esta.
Cuando por fin aparece la música de Bernard Herrmann, la impostura se desata. Hitchcock está a años luz de aquella y no sólo no puede dialogar con ese gigante del séptimo arte, sino que le resulta difícil intentar encontrar su propia voz. La prueba es que no advierta que apenas se detiene a contemplar sus mejores instantes y que, en cambio, se toma demasiado tiempo en explotar herramientas que se convierten en un lastre. Así, el divertido histrionismo de los gestos con que el personaje acompaña la famosa secuencia del apuñalamiento duran apenas un instante, convirtiendo en imposible un interesante ejercicio que mostrase la relación del autor con su obra. En su lugar la película se abandona a torpes ejercicios de imaginación, a los que termina invitado Ed Gein pero no el espectador. Lagunas narrativas que nacen con la intención de explorar la psique del personaje pero que, tal y como dice él mismo frente a los guiones que llegan a su despacho, son recursos que han nacido muertos.
El gozo de la película se convierte, pues, en rescatar los momentos en los que Anthony Hopkins acomete una entrañable caricatura de la celebridad a partir de una hermosa dicción. Lo interesante es que, en el fondo, no se trata de una película sobre Hitchcock, sino de su esposa, Alma Reville, de la relación entre ambos y de cómo el éxito de la figura del director se sustentaba, al menos en aquella época, en la comunión con su mujer. Culminar el rodaje de Psicosis queda retratado de manera tan importante como lo era cuidar la vida matrimonial. Finalmente Hitchcock revela sus verdaderas intenciones: no es la historia de una película imposible, ni siquiera la vida de un genio cineasta. Es la historia de una mujer. Y detrás de esa gran mujer también había un gran hombre.