Star-Lord parece odiar a sus compañeros, Gamora utiliza el tiempo libre para luchar a muerte contra su hermana y Mapache Cohete llora desconsolado, porque ver el espectáculo más hermoso del universo no hace sino recordarle lo solo que se siente. Se diría que todo el mundo quería una segunda parte de Guardianes de la galaxia (James Gunn, 2014) menos sus propios personajes, hartos de compartir escenario los unos con los otros.
Quizá sea así porque anhelan escapar de sus responsabilidades como personajes de ficción: en la virtuosa secuencia inicial de créditos, Groot ignora la misión de su equipo y se dedica a bailar, a recorrer el escenario, a perseguir pequeñas criaturas… Puede que sea el único personaje feliz del grupo porque, en cierto modo, se ha aislado en sus capacidades comunicativas con el resto. De ahí la secuencia en la que insiste no entender que botón detona la bomba que ponen a su cargo.
La película parte de este sistema en crisis pero no es uno de los problemas iniciales del equipo, sino una rutina cuyo cambio parece imposible. Nadie se soporta y eso es síntoma de muchas cosas, como el de querer volver a la niñez para olvidarse de los problemas del presente. La idea del grupo como familia, uno de los conceptos importantes de la película, se ha hecho trizas de una película a otra. Por eso Star-Lord ha puesto todas sus esperanzas en conocer por fin a su padre: la reconciliación con la figura paterna, siempre ausente, no sólo puede permitir un regreso inmediato a la infancia; también le permitirá sentir que pertenece realmente a algo o a alguien.
La evidencia de este desmembramiento del grupo supone un síntoma dentro y fuera de la ficción: quizá se trate de la película de superhéroes que mejor define una época de absoluta saturación, donde los grandes estudios han impuesto un abrumador calendario a largo plazo que convierte las franquicias en factorías sin derecho a respiro. Los personajes están hartos de sí mismos y han perdido toda motivación por enfrentarse a los desafíos que daban sentido a sus vidas.
Por eso la película no es importante por cómo exhibe su megalomanía o porque cada escena reformule algún pasaje de la cultura pop, sino por su capacidad para poner en duda todo un género cinematográfico a través del ánimo de sus personajes y de las decisiones que toman. En ese sentido puede que esta sea la verdadera forma de concebir una película de superhéroes para adultos: los protagonistas tienen un presente descorazonador, en lugar de un origen traumático, son conscientes de su condición de personajes de ficción y de que no han elegido ese estatus heroico que los condena a vagar por la galaxia eternamente sin tiempo para sí mismos.
Cuando los héroes completan una de sus misiones y reciben un precioso espectáculo pirotécnico como agradecimiento, Mapache Cohete llora desconsolado. No llora por la belleza de lo que está presenciando, sino porque sabe que ya nada conseguirá llenarle del todo. ¿Qué esperanza queda cuando el protagonista descubre que no existen los finales felices? No hay película superheroica que mejor hable sobre sí misma y sobre los problemas que la rodean como construcción de mitos: el filme termina con un personaje que llora cuando se da cuenta de que incluso un final feliz le condena a desaparecer de la pantalla.