Daniel Sánchez Arévalo tenía el listón muy alto tras su exitosa opera prima, Azul oscuro casi negro, que lo colocó en el punto de mira de las esperanzas de la industria y cuyo segundo trabajo iba a ser enormemente esperado.
Inteligente e incluso visionario, como anunciaba su primer filme, ofrece como segunda obra una comedia más adulta, intentando alejarse del género y tono de su antecesora y evitando así comparaciones directas con aquella.
Gordos es una comedia pura, pero hecha con un estilo muy personal. La fotografía de Juan Carlos Gómez, la opaca pero de nuevo acertada música de Pascal Gaigne y la acostumbrada puesta en escena del director tienen mucho que ver para lograr crear ese tono estilístico que se confirma ya como característico en la obra del realizador.
Se trata, en suma, de una comedia con tintes trágicos, una película que flota alrededor de la caricatura social, pero que a la vez intenta no abandonar nunca la crudeza y el drama propios de la vida real, combinadas ambas a través de unos personajes perfectamente esbozados, llenos de riqueza y matices y tejiendo una interacción entre ellos que potencia sus caracteres y el sentido de historia coral hasta que la simbiosis resulta abrumadora.
Sánchez Arévalo se consagra como un portentoso escritor, ofreciendo un guión cercano a la perfección. Cada personaje es un mundo, un microuniverso, perfilado con finura y detalle y desarrollado hasta sus últimas consecuencias.
La escritura es precisa, los diálogos perfectos. La sensación de lo inevitable, de la pura inercia que arrastra con fuerza el relato, es la razón por la que la película respira absoluta verdad, conjugando el poder de la cinematografía con la sencillez de las cosas cotidianas, convertidas todas en el centro de una trama trenzada y planificada con destreza de escritor perfeccionista.
Resueltas las tramas principales, el autor juega al flashbacks y a los juegos estructurales para conformar la última de sus subtramas, un pequeño juego, una pequeña licencia que se permite y que sienta muy bien a la dinámica de la historia. Ese repentino cambio narrativo resulta refrescante y no desentona en una película que tiene en su guión su mayor tesoro.
Pero el realizador también se muestra un gran director de actores, extrayendo de cada uno de los miembros del extenso reparto unas actuaciones sorprendentes, espectaculares, llenas de fuerza y de pequeños matices, tales como los detalles implícitos ya en el propio guión. Tal vez el director no sea un gran dominador de la puesta en escena y del lenguaje visual, pero sabe dirigir a sus actores como pocos en el panorama actual, elemento que suma muchos enteros a su película.
Esa gran labor actoral se refuerza por uno de los mejores castings españoles de los últimos años: un soberbio Antonio de la Torre ayudado por un papel magnífico, una Pilar Castro con poco tiempo para lucir su delicioso histrionismo, incluso una Verónica Sánchez que realiza aquí una de sus mejores interpretaciones, y el resto de un reparto redondo (nunca mejor dicho) a la altura de los ya citados.
La película, justo cuando ha alcanzado su cénit y la perfección acecha por todos sus recovecos, se desborda de repente, imperceptiblemente, y la historia se desarrolla durante media hora más, echando a perder buena parte de las virtudes que había acumulado.
El realizador parece notar entonces la presión de una apuesta netamente comercial, y comienza a resolver las historias una por una, siendo siempre explícito y nunca sugerente, sin tregua a la reflexión ni a lo meramente apuntado.
Todo queda entonces evidenciado, no hay lugar para la continuidad o la interpretación subjetiva, y en ese deseo de explicitar todo el contenido es cuando la película dura media hora más de lo necesario y ésta se convierte en una sucesión constante e interminable de epílogos.
Es ésta posiblemente la peor sensación que uno puede tener al contemplar un filme: La certeza de asistir a una película redonda (nunca mejor dicho) que desborda su caudal y despilfarra todo su contenido en apenas unos minutos. Finalmente su verdadera resolución final termina por rayar el absurdo, casi lo ridículo.
Es suficiente un tercio final de esa magnitud para echar a perder una película? Es posible que sí, que los convencionalismos de su cobarde resolución resulten determinantes, pero que este hecho resulte tan frustrante, que uno se lamente tanto de la floja parte final, sólo puede ser la consecuencia natural de que la primera mitad nos regalara momentos del mejor cine posible.