Resulta fascinante comparar Good Kill con el resto de la obra de Andrew Niccol y detenerse en la manera en la que ha retratado la imagen del héroe en el cine contemporáneo. En Gattaca (1997) o en S1m0ne (2002) los protagonistas debían fingir quienes no eran para poder alcanzar la cima de sus sueños. A partir de entonces, el autor ha dibujado personajes principales que deben derribar sus propias creencias (el código moral, la fe en el sistema, la desigualdad entre sexos) para continuar blandiendo la espada del héroe.
Podría parecer que, para Niccol, el período de guerra y el desencanto político de su país ha desembocado en una revelación para el autor, que hasta ahora había discurrido a través del modelo clásico para narrar sus ficciones: el arquetipo del héroe ya no tiene cabida en una sociedad contemporánea rota por el descreimiento. El cowboy de la época dorada es incapaz de encontrar su sitio en un mundo donde los soldados combaten a distancia, desde la consola de un ordenador, y donde el héroe no hace más que echar de menos sus días de gloria.
En ese sentido podría leerse Good Kill por completo como una radiografía de ese cowboy perdido en el cine contemporáneo. La voz ajada de Ethan Hawke y el tono crepuscular de su mirada parecen construir la personalidad de una auténtica figura heroica propia del pasado. Pero el personaje ya no es capaz de enfrentarse al presente con seguridad ni tampoco con dignidad: luchar desde la distancia le empuja a sentir una cobardía crónica, mientras que la vida familiar le resulta imposible si debe ejercerla conviviendo, al tiempo, con los crímenes que ha cometido.
El entramado de Good Kill parece preocupado por ofrecer una crítica al propio país norteamericano por sus reprobables prácticas militares, en nombre de la lucha contra el terrorismo. Las secuencias en las que el personaje principal debe disparar contra civiles de Afganistán, a través del dron que maneja a kilómetros de distancia, comportan siempre un imperativo moral, una rutina en contra de la integridad que ermina por derrumbra al personaje. En cierto modo, la película no está lejana a otras como En tierra hostil (Kathryn Bigelow, 2008), en tanto que también construye el interés de sus secuencias en torno al manejo del montaje, a la dilatación del tiempo, a la intensidad de las miradas y a las emociones contenidas.
Se trata de escenas que gestionan con solvencia la tensión dramática del relato y que arrojan, además, una dura mirada contra los procedimientos políticos del país. Pero quizás más importante, en un sentido poético, sea la mirada que lanza el propio cineasta sobre su héroe maltrecho, ese que mira al cielo descorazonado echando de menos épocas pasadas. La realización de Andrew Niccol ha sido siempre pobre y meramente funcional, relegando la fuerza de sus imágenes a un segundo plano. El autor, no sin una cierta ingenuidad que ha supuesto siempre uno de los encantos de la función, ha confiado el protagonismo de su cine a las frases escogidas, a las metáforas y a la presencia de los grandes sueños como motor del cambio. Ese estado de las cosas que retrata Niccol de manera conceptual, en el que el John Wayne de antaño ya no puede existir en el incierto mundo presente, convierte a Good Kill en una película poderosa.