Podría trazarse una historia del cine a través del género vampírico. Una que comenzara en la época muda con Louis Feuillade y que terminase contando cómo el siglo XXI encontró, en una figura antes ajena y temida, al perfecto personaje con el que definir al hombre solitario y desarraigado del tiempo presente.
Por eso A Girl Walks Home Alone at Night le debe más a Déjame entrar (Thomas Alfredson, 2008), por su estado anímico, por su relación de amor como único motor, por su estilizada puesta en escena, que a cualquier otra referencia estilística con la que la directora, Ana Lily Amirpour, ha impregnado de identidad las imágenes del filme, casi hasta convertirla en un cóctel-homenaje focalizado en imitar las constantes de los autores que admira.
A pesar de su cuidada iluminación en blanco y negro y la belleza de sus planteamientos visuales, lo más importante de la película es el subtexto sobre el que se construye su metafórico universo vampírico. La acción transcurre en Irán, en una ciudad llamada Bad City, y el vampiro del filme no es otro que una joven obligada a cubrirse cuando sale a la calle. En la intimidad, sin embargo, observamos que se trata de una chica enamorada del look de Jean Seberg en Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960) y de todo lo que comporta la vida europea. El chico con el que se encuentra en las noches solitarias de la ciudad también parece un peculiar clon de James Dean en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955).
El rebelde sin causa y la vampiresa. En cierto sentido, la película se revela como la puesta en escena, retorcida y caleidosópica, de una sociedad que para sobrevivir debe absorber la cultura de Occidente, vampirizar los sueños de otra sociedad para seguir sintiéndose vivos. En ese choque de culturas y de anhelos se juega el gran sustento de la película, como puede observarse, plena de referencias y citas cinéfilas que dialogan y se entrecruzan las unas con las otras hasta generar este hijo bastardo heredero de todos y al mismo tiempo de ninguno.
Los peligros de esta puesta en escena se traducen en un juego plenamente consciente pero, en ocasiones, muy poco controlado. A la realizadora le pierde el plano largo y el momento que se congela. Pero no lo hace bajo el deseo de amplificar el significado de las cosas, sino desde una actitud completamente ensimismada, lo que reduce la película a su mínima expresión y condena al subtexto a un intento de supervivencia que se filtra solamente en ciertos momentos. El filme parece dejarse llevar por una cierta actitud de la fascinación por sí misma, por ese ensimismamiento de sus imágenes, de forma que invita a pensar que A Girl Walks Home Alone at Night trata de venderse como la quintaesencia artística para una juventud de corte independiente, cuando en realidad ese embelesamiento crónico boicotea sus momentos de lucidez, y no al contrario.
La virtud de la película de Ana Lily Amirpour es la de la rareza, el completo alejamiento de los cánones convencionales del momento presente y su innegable originalidad para construir una metáfora sugestiva y envolvente. Conviene reparar, sin embargo, en cómo se construye la identidad de unas imágenes que tratan de evocar, continuamente, las bondades de otros autores. Se habla mucho de Jim Jarmusch al tratar de definir a una cinta como esta. Y es cierto, sus imágenes remiten a ciertas películas de Jim Jarmusch. Lástima que no remitan nunca a la autoría de la propia Amirpour.