El de Málaga es sin duda el Festival más importante para el cine español, puesto que está enteramente dedicado a él y al cine que llegará a nuestras pantallas (o que nunca podremos ver) durante el presente año antes de que sea el público quien vaticine su veredicto final al verlas.
El Festival por tanto es tanto un escaparate como un instrumento de sondeo, una manera de exhibir las obras antes del estreno y también de constatar la reacción de una muestra del público que irá a verla luego al cine (o la buscará en otros modelos de exhibición).
Con una organización en ocasiones poco eficaz, al Festival de Málaga le bastó una sola proyección de cada película para despachar la Sección Oficial. Otra sesión para el público (¡A un precio de diez euros!) colocada el mismo día en un horario diferente cerraba la propuesta.
Esta decisión queda excusada únicamente por la gran cantidad de programación paralela y la enorme cobertura prestada al mundo del documental español, con una de las secciones más generosas y profundas.
La recuperación, además, de lo mejor del cine español del último año (al cine por 1 euro, rezaba el slogan), trajo a la pantalla a los consabidos Almodóvar y Daniel Monzón, pero también a Los Condenados, de Isaki Lacuesta, La mujer sin piano, de Javier Rebollo, y Petit Indi de Marc Recha, auténticas maravillas de nuestro cine al que La Butaca Azul nunca pudo acceder en su momento debido a su lamentable distribución.
En la Sección Oficial, a la postre lo más importante si se obvian los fuegos artificiales paralelos al certamen, hubo lugar para constatar la salud creativa de un cine que luego no obtiene la distribución que merece.
También pudo constatarse el empecinamiento de la industria en continuar asemejando sus materiales y temáticas a cierto cine comercial americano, tratando de copiar fórmulas y modelos y traduciéndose en un constante quiero y no puedo de las cinefilias de un país que siempre ha encontrado en su búsqueda de un lenguaje propio sus mejores obras.
Io, Don Giovanni, de Carlos Saura, que abría el certamen, o Que se mueran los feos, de Nacho Velilla, pertenecían más al modelo de star system exhibicionista de la industria española que a cuestiones puramente artísticas, si bien la película de Carlos Saura trataba de encontrar nuevos caminos en la filmografía de su director.
El Premio Especial del Jurado y el mejor guión cayeron a manos de la agradable y edulcorada Bon Appétit, de David Pinillos, con Unax Ugalde de peculiar protagonista (mejor actor), muy preocupada por la corrección formal y moral y diseñada para que todo tipo de público conectase con ella, se centraba en una historia que mezcla con sencillez el mundo de la cocina con el romance y la búsqueda de la identidad de dos jóvenes enamorados.
Planes para mañana, de Juana Macías, con abundantes premios en el certamen, entre ellos dirección y guión novel, se construía en base a historias corales para tapar sus lagunas, del mismo modo que lo hacía Propios y Extraños, de Manolo González, cuyas piruetas narrativas banalizaban el relato a través de los caminos más fáciles y menos arriesgados.
Maravilloso descubrimiento el de Rodrigo Rodero y su estupenda El Idioma Imposible, absolutamente apartada de los premios y con justicia la mejor del Festival, narrando los infiernos de la droga en el Barrio Chino barcelonés a principios de los años ochenta y con un gusto musical exquisito, donde la música se convertía en el auténtico narrador.
Terrible la ridícula El Dios de Madera, de Vicente Molina Foix, en un pastiche ridículo acerca de todos los tópicos fáciles sobre la vida del inmigrante ilegal, rocambolesca y forzada, en la que ni siquiera la presencia de Marisa Paredes (mejor actriz) salvaba la función.
En La vida empieza hoy, incomprensible premio de la crítica, Laura Mañá disfrazaba su historia de sencillez y recurría a las historias corales (de la tercera edad) para ocultar sus vicios y defectos, tocar todos los palos posibles a través del humor más primitivo y menos interesante, y dejar contentos a todos los tipos de público posible.
Rabia, la ganadora del certamen, revelaba a Guillermo del Toro no sólo como productor sino como alma mater del proyecto, mostrando a Sebastián Cordero haciendo gala de ese estilo de adolescencia narrativa en la que el virtuosismo tras la cámara, tratada como un juguete, es el verdadero protagonista ocupado en tratar relatos oscuros pero ingenuos, en los que acontecen intermitentes momentos de intensidad y acierto.
Héroes, de Pau Freixas, con una hermosa banda sonora, atesoraba el privilegio de encontrar en la sencillez de su propuesta y en la nostalgia los mejores aliados para intentar una revisitación de la infancia de la generación de los ochenta, construida a partir de un flashback de dudosa eficacia y protagonizada por un excelente y encantador reparto infantil.
Xavier Ribera Perpiñá, acompañado de un plantel de sobresalientes jóvenes actores y caras conocidas en su Circuit, proponía un acercamiento frívolo a la crítica de valores en el mundo de la moda, pero se acababa perdiendo en su formalismo estético y en su ejercicio superficial de estructura fragmentada y pequeña variaciones corales.
Una hora más en Canarias mostraba al David Serrano más adocenado y menos interesante en una comedia menor y en un enclave aparentemente exótico, en la que evidenciaba las pocas posibilidades de su ingenio cómico cuando no contaba con la presencia de la generación de Ernesto Alterio como reparto coral.
Clausuró la Sección Oficial otro gran nombre venido a menos, Julio Médem y su experimento, de dudoso gusto, Room in Rome, en el que proponía un ejercicio estético y formal a través de diálogos estúpidos entre dos mujeres amantes, siempre dentro de la habitación de un hotel, lo cual provocaba ciertos aciertos en sus decisiones de puesta en escena, pero cuyo gusto por la ridiculez, la provocación gratuita y el esoterismo de tercera ahogaban, como ya viene siendo habitual, las virtudes de su película.
Y así es como un festival plagado de hermosos descubrimientos y de grandes aciertos genera un palmarés cargado de corrección política y de ridícula búsqueda de un consenso. ¿Puede encontrarse un consenso a la hora de valorar el arte?
O, al menos, ¿es lícito buscar la manera de contentar a todo el mundo y a partir de esa política, no valorar realmente aquellas obras que sí eran superiores? El premio de la crítica, que recae en manos del crítico pero también de todo aquel que acudiera gratuitamente al pase de prensa como espectador, da buena cuenta de lo irrelevante y poco representativo de la calidad de su palmarés.
Pero el premio a Marisa Paredes como mejor actriz quizás sea el mejor ejemplo: se trata de un festival que sabe de sobra que debe conceder todas las licencias posibles al glamour y al impacto mediático si quiere seguir sobreviviendo.