Cuesta hablar de un cineasta que ha ido perdiendo su identidad personal conforme sus películas aumentaban progresivamente de tamaño. La precisión de las formas, la belleza del encuadre o la capacidad para impregnar de información al personaje en un solo plano han dado paso, con el tiempo, a proyectos de ambición abrumadora en los que el diseño de producción ha dejado de ser un canal de gestación creativa y de comunicación, terminando por convertirse en auténtico protagonista.
De ahí la necesidad de que cada plano tenga que ser más espectacular que el anterior, que todo sea tratado digitalmente en la búsqueda de un barroquismo visual capaz de ocultar otras carencias, y que el efecto especial engulla, literalmente en algunos casos, todo aquello que se filma. De ahí nacen peligrosas consecuencias narrativas: el deseo de sustentarse en la espectacularidad de la situación empuja a un desfile interminable de tomas aéreas, capaces de alumbrar el espíritu mítico sobre la que se construye la escena. Los primeros planos se reducen a la mínima expresión y, a partir de ahí, la puesta en escena invita a pensar en una historia que no atañe a personas sino a una en la que el escenario y el pretexto bélico son más importantes.
Y no es la mano del realizador la única que se desdibuja: en la banda sonora queda apenas un tímido rastro del músico que la compuso, la fotografía parece consagrada a separar escenarios de forma poco sutil y el montaje ha dejado de ser un elemento narrativo para limitarse a sustraer todo lo que no empuje la trama hacia delante. La estandarización propia del proceso industrial, en la que toda cuestión creativa pasa a un segundo término.
No se trata de una película fallida, porque en ningún momento se plantea ir más allá del puro compromiso. A este respecto habría que observar la manera en la que se presentan las plagas que azotan al pueblo de Egipto para entender hasta qué punto el film parece engullido por la estructura impersonal de la gran superproducción: las plagas se suceden sin solución de continuidad en un festival de efectos digitales sin mesura, como si estuviesen ahí como obstáculos de obligado cumplimiento por los que es necesario pasar. No ayuda, en este sentido, una labor de montaje que trata de recortar tiempo bajo estrictos criterios de simplificación, nunca narrativos, que en ocasiones son especialmente perjudiciales. En esos términos habría que señalar las mencionadas plagas de Egipto o la propia presentación atropellada de los dos protagonistas, precisamente en una película de un autor que ha cuidado siempre las entradas en escena de sus personajes.
Por esa razón no es descabellado pensar en que el proyecto nace de la idea de un material argumental con un potencial visual indudable, pero cuya revisión temática parece sorprendentemente limitada. La visión de Moisés como héroe de acción o la de Ramsés como líder egoísta, incapaz de gobernar, tienen también a la simplificación, como a la relación matrimonial de Moisés, resuelta a partir de un breve diálogo convertido en leitmotiv recurrente. Habría que reivindicar en ese sentido la visión atormentada del personaje central de Noé en la película de Darren Aronofsky para hallar una aproximación más interesante en una película también reciente. Pero a Ridley Scott parece interesarle más el equilibrio entre el espectáculo bélico y la exigencia capitular del relato bíblico buscando contentar, de una u otra manera, a un espectador potencial.
Quizá eso sea lo único que decir a ciencia cierta de la película: que se trata de uno de esos filmes al que es difícil reprocharle nada porque su factura es impecable y el oficio que destila es indudable, pero al tiempo es también una de esas películas en la que destacar algo especialmente parece algo peregrino. Tras el aparatoso envoltorio puede atisbarse la película sugerente que podría ser Exodus realmente en aquel faraón, que repite su nombre en soledad justo antes de ser engullido por las aguas, o en esa despedida de Moisés ante la figura que ha escogido Dios para presentarse ante él, pero son siempre fogonazos, pequeños momentos que se cuelan entre las grietas de un artefacto descomunal. Ya no se trata de añorar a un director que desapareció tiempo atrás, sino de exigirle nuevas miradas al nuevo cineasta en el que acabó transformándose.