Convendría empezar evocando los fantasmas que han creado el cine de masas y la cultura popular. Se ha asumido como verdad no escrita que toda película debe satisfacer nuestras expectativas, sea cual sea su espíritu originario. Incluso, quizá, que respondan milagrosamente a nuestro estado de ánimo. Esta dictadura del cine predigerido no sólo ha aniquilado cualquier aliento artístico. El mayor impulso a sus conquistas llegó al subvertir la naturaleza de los géneros: aquellos que crecieron al amparo de los años noventa, marcados por la resurrección del gigante Disney, siguen convencidos de que el cine de animación va dirigido expresamente a ellos.
¿Cómo valorar entonces una película que sí pertenece de verdad a la infancia? En su afán por encontrar un idioma universal independiente de la edad, la gran industria fabricó el exitoso modelo que entretenía a los adultos y expulsaba de la función al auténtico niño. Es el tipo de público que se encuentra con Brave (2012) y la condena por la simplicidad de sus formas, esclavo de esa visión subjetiva que tiene más que ver con las dinámicas del consumidor que con las del espectador audaz.
El gran salto que aguarda al espectador será cómo poder participar entonces de una película en la que el niño es el protagonista, sin lamentarse por unos planteamientos que dejan fuera de juego al adulto. Y en ese sentido la ejecución de Epic resulta ejemplar porque, incluso partiendo del mito recurrente en torno a la vida secreta del bosque, sabe que si alcanza un discurso visual lo suficientemente poderoso podrá encontrar la experiencia que persigue: la inmersión completa en un cosmos que permanece oculto a la mirada cotidiana.
Quizá lo más llamativo de la película no sea la magnitud de su diseño artístico, ni siquiera su impecable uso del color, sino la manera en que trata a la joven protagonista que, por una cuestión de azar, ve reducido su tamaño a la misma escala que aquellos seres diminutos. Mary Katherine no es la heroína destinada a cambiar un mundo que le es ajeno. Se trata de una espectadora que presencia el momento de transición de un universo en crisis y que, al verse forzada a cambiar la perspectiva de su mirada, entiende por fin la visión de su padre, que ha dedicado sin éxito su vida a encontrar a las esquivas criaturas.
Si Epic no hace concesiones al adulto es porque no es posible imaginar un relato como éste sin los códigos que proporciona una cierta ingenuidad, una cierta visión inocente ante el objeto animado. Una hermosa idea de la continuidad queda representada tanto en la reina del bosque, que busca un sucesor, como en la propia joven protagonista que debe situar de nuevo unos planteamientos en apariencia absurdos de su progenitor. Algo así como una aproximación del adolescente a escapar del egocentrismo y abrazar, por fin, una mirada adulta. Es la aventura definitiva, representada a la inversa, que podría atreverse a hacer el espectador algún día. La odisea de entender al niño.