En la cumbre de una modernidad trazada con los años y la plenitud creativa que proporciona la pasión de llevar a la pantalla una vivencia profundamente personal, Jose Luis Guerín ha firmado un trabajo que escapa de toda norma convencional, que evidencia tanto el cambio de la narrativa cinematográfica actual como los cambios en los lugares de proyección y su manera de proyectarse.
Trabajo que ha quedado dividido en tres partes: Las mujeres que no conocemos, exposición itinerante, Unas fotos en la ciudad de Sylvia, una película-borrador del esbozo creativo sobre el filme futuro, y el propio largometraje que supone la obra culminante de un proyecto atípico y rotundamente apasionante.
Guerín no se sumerge en el ensimismamiento, como muchas veces se ha dicho erróneamente. Su búsqueda de la belleza femenina en las personas que le rodean, la búsqueda de un rostro concreto que es evocado a través de todos y cada uno de los que pasan a su lado le sirven para captar la idea imposible del ser humano de capturar los momentos deseados, imposibles de guardar, imposibles de ser condensados del todo.
Esa búsqueda personal implica una constante visión de voyeur frente al paisaje y las figuras que lo cruzan. La visión intimista cobra sentido dramático en la pantalla cuando su alter ego está presente en la escena, y encarna con sutileza la misma curiosidad e intensidad de la búsqueda que el director realizó personalmente y que se muestra en las otras dos obras de su tríptico artístico.
Sorprende la enorme belleza escondida en cada plano, en cada observación de los detalles, en la invitación a la contemplación con el silencio como aliado. Sorprende la delicadeza del trazo y la sensibilidad con la que describe esos momentos íntimos.
Luminosa fotografía, que engrandece y embellece las formas y cada uno de los rostros, principal motor del filme, que queda imbuido en un maravilloso contexto visual. Esa belleza plástica casi tangible ayuda a sentirse partícipe de ese paseo continuo, de las miradas clandestinas y de la búsqueda de la belleza a través de cada uno de esos rostros.
Luminosa también Pilar López de Ayala, que en su breve pero intensa aparición regala un maravilloso momento de cine en toda la secuencia en que aparece, posiblemente la más intensa en lo que concierne al relato pero también rodada con una delicadeza especial, con una mayor intensidad. Mágico momento el encuentro en el tranvía, con una actriz que apabulla por su belleza natural y que por un momento es ella quien evoca a todas las mujeres que evocaban a la Sylvie original.
No puede hablarse de ensimismamiento, pues es un camino que se asemeja la amada experiencia que supone el cine mudo en la vivencia fílmica del director, o al lenguaje cinematográfico que ya han explorado Kiarostami o, en mayor medida, Victor Erice, quien podría ser el gran deudor de la forma poética que impregna la película.
No se trata de una búsqueda de la perfección. Ese encuentro con la imperfección queda subrayado en la torpeza del protagonista, en cada tropiezo, en cada equivocación. Busca la belleza sólo a través de la naturalidad y la sencillez.
No se trata tampoco de la idealización de un lugar, momento ni persona. Muchos personajes ayudan a dibujar una ciudad que también alumbra defectos, aunque a veces cueste encontrarlos. Busca la belleza a través de su convivencia con lo cotidiano.
Cuando llega la noche, cuando ya ha acontecido el encuentro, se diluye la pasión de la búsqueda, la intensidad con que se propicia el encuentro y aparecen otros instintos más primarios. Lástima que con ella también se diluya el relato, se apague la fuerza que arrastraba esa mañana hermosamente filmada, maravillosamente fotografiada y que de repente se desdibuja.
La pasión del encuentro soñado se diluye cuando éste parece imposible, cuando los rostros evocan ya no la esperanza de distinguir a Sylvie sino la imposibilidad de encontrarla más que en los rasgos de otras mujeres. Ese sentimiento crepuscular también afecta al estado anímico que destila de repente el filme y su tono otoñal convierte las últimas secuencias en un largo y melancólico epílogo.
Hermosa propuesta, inclasificable y valiente apuesta de su director por acercarse a una idea íntima y soñadora, dulcemente lánguida, es necesaria aproximarse a ella bajo una gran empatía y sensibilidad, un gusto por la contemplación, por la reflexión y por el encuentro con el arte de lo invisible, de lo pequeño, pero también de lo sublime.
Plenamente liberada de las estructuras clásicas de la narración, con un lenguaje moderno consciente de su cualidad introvertida (pues de eso tiene mucho este viaje, de introversión), la película revela finalmente cómo la idea del romanticismo ha desaparecido en los tiempos en los que vivimos, pues la búsqueda del ideal resulta ridiculizada, castigada o en el mejor de los casos, prohibida.
*CAMEO ha editado ‘En la ciudad de Sylvia’ en DVD, un lanzamiento que ofrece la posibilidad de disfrutar de la obra a todos aquellos espectadores a los que, como a quien suscribe, les fue escamoteado su estreno en las salas de su ciudad.