La filmografía de Jacques Audiard ha consistido en un continuo salto al vacío. Como
escritor de las propias películas que dirige, el desafío autoimpuesto de llevar el texto hasta
sus últimas consecuencias ha conducido sus proyectos a una filosofía del “todo o nada”,
una apuesta también acorde con su intensa manera de entender el mundo. Emilia Pérez
es, quizá, el caso más evidente de estos procesos, con la inspiración como meta y el
riesgo como vehículo: comienza con la historia del líder de una organización criminal que
siempre ha deseado cambiar de sexo y, para ello, secuestra a una joven abogada con la
que poder borrar todo rastro de su vida anterior.
La película pasa de puntillas por el proceso del secuestro (lo hará también cuando traigan
de un país lejano al doctor que acepta ejecutar las operaciones), porque aunque el relato
esté colmado de instantes de intriga y acción, su deseo parece muy alejado de tratar la
transformación desde la frivolidad de un thriller encubierto. Es la transformación,
precisamente, y los dilemas morales que atrapan al personaje principal convertido más
tarde en Emilia, los verdaderos protagonistas de una película que no solo habla de la
identidad sino también de la imposibilidad de escapar del pasado.
¿Cómo evocar este relato novelesco desde una perspectiva que pueda alejarlo del
disparate, de la crueldad o del ridículo? La respuesta no está en una contención que evite
acercarse a todas ellas sino, al contrario, atravesarlas para darles la vuelta y transformar
(también) la perspectiva del cambio de género para que su demonización se extinga y
pueda ser una necesidad comprensible para cualquier personaje, traficante de drogas
incluido. Quizás por eso, por esa filosofía del exceso desde la que parte el cine de
Audiard, el único motor posible sea el contexto de una realidad en suspenso como la que
propone el género musical (el relato nació en inicio como un libreto operístico, como si su
forma musical fuese inseparable del propio texto), lo que convierte la película en una
auténtica pirueta formal desde su propia génesis.
No es casualidad que el proyecto haya compartido al equipo técnico que trabajó con
Sparks, el dúo musical que también trabajó en Annette (Leos Carax, 2021). Ambos
musicales parten de un género en peligro de extinción porque es, en cierta manera, la
gran antítesis de un momento presente que parece querer negarnos cualquier atisbo de
certidumbre. Son operaciones en las que se conjugan los contrarios: si Annette hablaba
de afrontar la pérdida de una hija, o Emilia Pérez afronta las dificultades insalvables de
poder ser la persona que deseas (momentos ambos inequívocamente oscuros), el género
musical arrastra los relatos con su luz y su aparente ingenuidad hacia un choque de
trenes imposible, como tratar de combatir la oscuridad más profunda con el más luminoso
de los faros.
Tampoco es casualidad que ambas estrategias de fotografía, la de Caroline Champetier
en Annette y la de Paul Guilhaume en Emilia Pérez compartan la oscuridad de la vida
nocturna y la plasticidad de las luces artificiales como lenguaje visual desde el que
construir las alargadas sombras de unos personajes incapaces de sobrevenir a sus
conflictos internos. De ahí que otro musical con el que emparentar a la película pudiera
ser la fantasía lisérgica e intergeneracional de Ema (Pablo Larraín, 2019). Para Audiard,
el terreno ya está sembrado: hay tantos frentes abiertos que el rodaje puede implicar una
puesta en escena hiperestilizada que persiga sublimar las acciones de los personajes no
solo desde el canto: no hay un solo plano en la película sin movimiento, sin una energía incendiaria que transforme la puesta en escena en un “más difícil todavía”.
No hay medias tintas. Basta con observar con detenimiento las decisiones con las que se representa la confrontación final y definitiva en la película para constatar que Audiard quiere validar su relato desde el virtuosismo, como si considerase que un cambio de sexo, aún en la época presente, siguiera siendo el relato de una odisea imposible que solo puede terminar en castigo.
Y por si no hubiese suficiente con la crudeza de la transformación, el filme añade una
capa adicional cuando el traficante ya es, por fin, Emilia: no solo ha cambiado de sexo, su
vida es otra muy distinta también. Es entonces cuando se permite empatizar con las
víctimas de los secuestros diarios en el país, y construir una asociación que busque
retornar los cuerpos a sus familiares. La transformación es doble: ¿Puede el cambio de
identidad permitir hacer las paces con el pasado? El odio que siente su ex-mujer tras
abandonarla, fingiendo su muerte, parece anunciar lo contrario. Las respuestas a este
dilema convierten a Emilia en una mártir que subraya (a veces en demasía) el dolor por el
que pasa un personaje que no puede arreglar la persona que fue y a la que la sociedad
condena. “Del mundo donde vengo, es imposible hacerlo de otro modo”, dice el personaje
cuando le piden explicaciones.
La respuesta a esa sentencia lapidaria, “bailar o morir”, no solo aparece en los diálogos
sino en la propia película, que dispara sus momentos musicales desde una inesperada
naturalidad, en mitad de ciertas escenas y sin previo aviso. Tal y como ocurría en London
Road (Rufus Norris, 2015), donde no se recitaba nada que no estuviese cantado, en
Emilia Pérez pareciese que la música siempre ha estado ahí, agazapada, esperando a
asomarse en el momento menos evidente. La inteligente construcción sonora de Clément
Ducol permite que la instrumentación juegue el papel de música extradiegética en una
parte de las escenas y, de manera orgánica, se transforme en la base que acompaña a
las canciones de los personajes. El thriller intenta ahogar al género predominante, pero la
música consigue encontrar los pliegues por donde emerger de nuevo a la superficie.
Y lo más interesante de estas canciones no es, como sí sucedía en el Hollywod clásico, la
explosión de una espontaneidad emocional que exprese cómo se sienten de súbito los
personajes. Aquí la música no tiene un sentido emocional e irreflexivo: las canciones
muestran pensamientos con los que los personajes llevan tiempo conviviendo, como si el
sonido no respondiese a sus emociones y sí a decisiones rotundas, que han tenido lugar
en el interior de sus propios procesos. Es el gesto definitivo con el que Audiard deja claro
que la elección del musical como género para la película no es un simple capricho, que
aún queda mucho por hacer para que la audiencia acepte la legitimidad de una protagonista trans.
Es el gesto con el que el realizador señala la importancia de la aceptación, hacia uno mismo y también hacia el otro, en un relato que intenta conjugar siempre el amor como lenguaje. Todo lo que hacen sus personajes es por amor, o por la falta de éste. La transformación no busca sino el amor y la aceptación propias. Ese es su objetivo último. La propia película lo dice, lo exclama, lo canta: “Lo que más deseo es quererme”.