La ambición científica de James Franco terminó por destruir a toda la humanidad. Al menos, toda la trama que explica la saga de El planeta de los simios aparece aquí reducida a que alguien se equivocó formulando un medicamento. Es el síndrome que padece el Hollywood actual, que ha acabado accediendo a revivir las grandes epopeyas míticas del cine pasado y tratando de enriquecerlas a través de absurdas simplezas.
Era de esperar, por tanto, que la explicación definitiva de cómo se genera un mundo apocalíptico donde el ser humano ha terminado como una raza inferior frente a los simios acabe reducida a una historia individual, propia de un mundo hedonista: todo parte de las vivencias adolescentes de un solo individuo.
Dentro de esa premisa del todo esperable, la película desarrolla su argumento como si de un cómic se tratase, y no tarda en asumir que son los simios los auténticos protagonistas de la historia. Resulta triste contemplar cómo ninguno de los actores es capaz de competir con su trabajo en pantalla frente a la expresividad y el realismo de los personajes animados.
Pero, ¿qué esperar de un cine en el que el espectador ha terminado por asumir en su vocabulario conceptos como el CGI, que se vuelven primordiales al hablar de una película de primer nivel? El apartado técnico acaba superpuesto frente a cualquier concepción artística.
Es de agradecer que la historia de César, el primero de los simios con una capacidad intelectual superior, esté al menos impregnada de la inteligencia que requería su personal historia, tampoco exenta de sentimientos enfrentados. Puede apreciarse el trazo de la escritura de Orson Scott Card, de los referentes de la ciencia-ficción más accesible del pasado y de un tono de cierta seriedad con el deseo de enlazar respetuosamente con la película que dio origen a la saga.
Rupert Wyatt no permite nunca que la película se estanque. Su narración es muy fluida, pero acaba preso de su falta de recursos como director. El virtuoso recurso técnico que David Fincher creara para su Habitación del Pánico, en la que la cámara parecía poder recorrer la casa y pasar incluso por el mango de una taza de café, acaba repetido aquí hasta la saciedad.
Si en Fincher aquel recurso, dosificado, contribuía a aumentar la sensación claustrofóbica de un lugar sin salida alguna, en Wyatt queda como el desesperado intento de generar el ritmo cinematográfico y la espectacularidad visual que se ve incapaz de crear a partir de unas ideas visuales con las que no cuenta.
Resulta importante resaltar la sorprendente presencia de Patrick Doyle en la banda sonora. Uno de los compositores que mejores bandas sonoras ha brindado jamás al cine inglés a través de su fina orquestación y su poder emocional, termina aquí integrado en una maquinaria comercial que le obliga a copiar los adocenados mecanismos del peor Hans Zimmer, un estilo considerado lamentablemente el súmmum de la música para películas.
En ese orden de cosas, El origen del planeta de los simios es prácticamente una película de animación, en tanto que todo lo que interesa y está bien planteado pertenece más al mundo de los efectos visuales que al propio cine. La rebelión de los simios funciona tanto como Apocalipsis de la sociedad actual como de revisitación de los planteamientos sociales de George Orwell, también en clave animal.
No son pocas sus virtudes como película de entretenimiento. Sin embargo su resolución para enlazar finalmente con la auténtica El planeta de los simios resulta de lo más mediocre. Esa era, quizás, la película que interesaba realmente, un conflicto humano a escala mundial que nunca llega.
En su lugar acontece la expansión de una epidemia muy mal resuelta durante los títulos finales, y que apenas tiene protagonismo durante el desarrollo de la propia película. ¿Explica eso la imagen final, en el antiguo filme, de la estatua de la libertad sepultada bajo la arena de una playa? Cabe preguntarse si El origen del planeta de los simios explica realmente la premisa que generó una película genial, o si sólo ha servido como la enésima excusa para hacer taquilla.