De repente, un milagro. Helen, que lleva presa del silencio en su pequeño cuerpo desde que una enfermedad la dejase ciega y sorda, recuerda por un instante aquella primera palabra que llegó a pronunciar, cuando era sólo un bebé.
La música apenas es un susurro.
El plano se cierra, y muestra su doloroso intento de repetir aquella palabra a través de unos sonidos que ya no conoce. El contraplano incluye a Anne, que toma sus manos para enseñarle, por enésima vez, cómo se deletrea esa palabra a través de los signos. Y por fin Helen entiende que existen las palabras, incluso cuando no hay posibilidad de verlas, ni de escribirlas, ni de pronunciarlas siquiera.
La música comienza a subir.
El plano vuelve a abrirse, y Helen ahora toca todo lo que encuentra a su paso, mientras Anne trata de deletreárselo con sus manos. La niña se maravilla al descubrir que todo lo que ella conoce en su vida a través del tacto tiene también un nombre, una palabra, una manera de llamarlo, aún cuando los ojos estén sumidos en la más profunda oscuridad.
Anne grita el nombre de sus padres, para que salgan y contemplen el milagro, que por fin la niña ha comprendido que existen las palabras, que cada cosa tiene un nombre, y que los demás han descubierto que Helen, en su interior, siempre ha tenido infinitas ganas de aprender.
Sus padres salen y la abrazan emocionados. La música llega a su clímax, y suena el tema principal de la película, en el momento más emocionante posible.
Y entonces, en su punto álgido, la escena tiene el valor de volver a bajar su intensidad hasta el mínimo. Todo vuelve a disminuir de tamaño, todo queda de nuevo en silencio, y una sola nota sostenida en el aire, como un leve susurro, acompaña los pasos de la niña de nuevo hasta Anne. Quiere saber cómo llamarla, quiere conocer la manera de llamar a quien le ha descubierto el mundo a través de sus dedos.
Es el ritmo perfecto de una de esas escenas que sólo puede vivir en una obra maestra. El control perfecto de sus actrices, de los tiempos, del tiempo, la elección de los planos, la dinámica de la música, saber cuándo hacer despegar el momento emotivo, y cuándo recoger las alas a tiempo para condensar toda esa emoción y que jamás se pierda.
En El milagro de Anne Sullivan, Helen toca el rostro de Anne para tratar de emular las emociones que es capaz de palpar en las facciones de su maestra. Ojalá el cine contemporáneo, que intenta hacer siempre ese mismo ejercicio de tocar la superficie del cine clásico para tratar de parecerse a éste, tuviese un control del tiempo, de las emociones y de las palabras tan profundo como el de ese cine, el que permanece sumido en la más absoluta oscuridad esperando ser rescatado.