Cuando Theodore, el protagonista de Her (Spike Jonze), se lanzaba a tener sexo con su aparato de Inteligencia Artificial con el que había entablado una relación afectiva, la pantalla se quedaba en negro. No había representación posible de aquella escena, de aquel momento íntimo, porque en realidad todo estaba sucediendo en la mente del personaje. La película se marchaba a negro. Se trataba de una de las cuestiones fundamentales del filme: los peligros de las relaciones tecnificadas del presente, construidas a partir de una virtualidad que disfraza de ideal lo que en realidad está vacío. De modo que la propia película se planteaba, ¿cómo filmar, si nada de lo que está existe en el plano de lo real?
Cortar a negro durante el resto de la secuencia ponía el dedo en la llaga del delicado asunto, pero también era una solución cobarde: no mostrar ninguna imagen es, también, no comprometerse con ninguna. En ningún momento se trata de una imagen vacía, sino de un fundido a negro, una no-imagen, un no estar, un no saber cómo afrontar el que quizá fuese el momento más importante de la película. Por eso la decisión de Spike Jonze era tan sugerente y a la vez tan discutible, tan condenable en cierto sentido como aquello que estaba intentando condenar.
En las antípodas de todo aquello se encuentra Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve), otra película sobre la no-imagen, o más bien sobre la imposibilidad de reencontrarse con una imagen. Uno de sus momentos más importantes era también la representación del deseo carnal. Aquí la Inteligencia Artificial cuenta con su propia proyección holográfica, lo que sitúa la experiencia virtual a otro nivel, sólo que eso ya no es suficiente para ella: el holograma termina por contactar con una prostituta que haga de sus movimientos un reflejo en el mundo real, hasta conseguir que ambas se mimeticen por completo. Es una metáfora sobre cómo construimos nuestra identidad en un presente dominado por las redes sociales y la imagen online: hemos terminado proyectando la idea de que somos más atractivos cuanto más nos parecemos a la versión virtual que hemos ido creando de nosotros mismos. Se trata de una resolución de naturaleza primitiva, pero aquella decisión de representación convertía finalmente a la película en un gesto y no en una huida.
Pues bien, cuando los testimonios de aquellos inmigrantes que vertebran El mar la mar son conducidos a través de una pantalla en negro, de algún modo es como darle la razón al olvido. Mientras las voces que suenan luchan contra las nieblas de lo invisible y dejan testimonio de aquellos mexicanos que cruzan el desierto de Sonora para llegar al país colindante, la película propone una no-imagen, un lugar indeterminado para esas voces, una nada que conduce al extravío.
Una de las imágenes más poderosas del filme (y tal vez de todo este ejercicio cinematográfico) aparece como larga secuencia de apertura de su parte II, con una mano que sostiene una llama mientras avanza a través de lo desconocido. Pero no hay voces que acompañen esa llama sostenida, esa guía que de algún modo prende la esperanza de los que cruzan. Los testimonios se marchan a negro en la mayoría de los casos. Toda la película es, en realidad, una gran pregunta formal. No se trata de decidir cómo se representan unos testimonios que corren el riesgo de perderse, sino algo más allá: cómo representar el miedo a que se pierdan. Quizás por eso el filme navegue de una propuesta formal a otra, como si descubriera que ninguno de los lenguajes del cine parece servir para evitar el olvido, ni siquiera cuando un poema acompaña a las imágenes de la tormenta que cierra el filme. De ahí la belleza agónica y el reto imposible de El mar la mar, una película que va más allá de considerar el cine como un gesto de resistencia, sólo que en su pulsión apasionada por aferrarse a los recovecos más remotos de la memoria olvida que el cine es todo menos el acto de cerrar los ojos.