¿Qué convierte a las películas de David Owen Russell en objetos fácilmente oscarizables? En el fondo, sus últimas películas no dejan de ser incómodas, poco complacientes en su superficie. La enfermedad mental siempre está presente como manera de presentar a unos personajes cuyo contacto con el mundo los ha destruido. El dolor se transforma en trastorno, y el trastorno se manifiesta a través de la violenta relación con la familia, como si Russell convirtiera la breve escena familiar del comienzo de Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) en una película completa con el deseo de hallar a dónde van a parar esas relaciones de apariencia destructiva.
En el fondo, lo que está ocurriendo aquí es el triunfo del guión de fórmula disfrazado de una falsa complejidad que lo hace mucho más atractivo. La apariencia de un cine pleno de intensidad que cura sus lagunas narrativas a través de continuos excesos y ciertas dosis de violencia. Asistimos aquí al único resquicio que puede quedar en la actualidad de la forma clásica del Hollywood más convencional. Es la única manera de que sobreviva el espíritu comercial de la época dorada. Sigue existiendo el duelo actoral, el trayecto emocional y la fórmula inquebrantable. Nada cambia el hecho de que el protagonista lleve una camiseta deportiva.
El director se sirve aquí de una adaptación propia de la novela de Matthew Quick como pretexto para poder revisitar The Fighter, su anterior y más laureada película. Casi puede encontrarse en ésta un calco de cada uno de sus personajes. No sólo repite el esquema de aquella, sino que evidencia la incapacidad de extraer un nuevo discurso en este nuevo acercamiento, siquiera de amplificar el antiguo. Lo que atrae de la película es la pasión con la que Russell filma, su desbordante exigencia a los actores, su crispación continua y el deseo de dulcificar la resolución de sus tramas.
En ese sentido puede parecer que la película da un giro impertinente a partir de su segunda mitad para centrarse en el romance entre dos personajes castigados por la vida. Pero no, se trata de una comedia romántica desde su mismo comienzo, de una película de absoluto fondo comercial y de dudosa eficacia cuyos procedimientos se han refinado hasta tal extremo que al espectador le puede costar desarmarlos, encontrando en la película unas conquistas que, en realidad, no le pertenecen.
Es posible que su primera hora, la presentación de los personajes principales, sea la que encuentra los mayores problemas, lo que pone en cuestión el resto del relato. Si uno desvía la mirada hacia cualquiera de los personajes secundarios y advierte su frágil construcción basada en los más intrascendentes estereotipos, no costará entonces percibir que lo único que diferencia a los protagonistas de estos secundarios es que se les ha impostado un trauma sentimental que se une a esa colección de lugares comunes. No hay apenas tiempo para revelar esas imposturas, y puede que esa sea la mayor trampa, Pues El lado bueno de las cosas se obsesiona con la idea de que cada una de sus escenas debiera conducir a un conflicto entre personajes, a un continuo choque físico y dialéctico en el que parece basarse
En poco pueden igualar las primeras escenas de la película la belleza con la que están rodadas las últimas secuencias de la función. Uno de sus mayores logros es el haber conseguido que la resolución del relato tenga lugar en el entorno de un encanto superlativo. Bajo esa perspectiva, El lado bueno de las cosas regala alguno de los mejores momentos de la comedia romántica contemporánea, aunque ello no consiga ocultar el caos insustancial a partir del cual nace el relato. Son estos los personajes más deliberadamente construidos en la filmografía de Russell. No conviene examinarlos demasiado de cerca o podrán percibirse todas sus aristas.
Por eso la película necesita de una crispación continua para distraer del hecho de que, en realidad, el relato intenta apoyarse sobre un guión de fórmula pero es incapaz de lograr un desarrollo discursivo propio, sólido y coherente. Que sus actores se griten continuamente unos a otros no es razón para pasar por alto esos elementos. Tampoco que Danny Elfman recorra en su banda sonora los lugares comunes del cine indie adolescente. Al contrario, repetir el discurso de The Fighter a través de una historia aún más edulcorada y menos madura que aquella ha obligado al realizador a echar mano de los tópicos más eficaces del cine mainstream para poder salvar su película.
De poco sirve incrustar la muerte de la pareja como trasfondo de un personaje principal para alcanzar la impostada madurez del relato si más tarde su desarrollo se corresponde con el de un romance adolescente. Si la dirección de actores es el mayor de los puntos fuertes de Russell como director entonces parecen menos meritorios los esfuerzos de un loable Bradley Cooper o de una Jennifer Lawrence forzada a vivir continuamente en una discusión sin medida. Esa falta de contraste, de matices, esa única dimensión en la que vive la película por entero invita a pensar que no todo es tan bueno en El lado bueno de las cosas como parece. Lo que queda son las sonrisas de sus actores, su mirada esperanzada en medio de tanta desesperanza. Hermosas intenciones para un cine tan encantador como poco sincero.