El gran año (David Frankel, 2011)

En el cine de consumo que se fabrica en Hollywood y sus alrededores aparece con muy poca frecuencia una película diferente, realizada con la misma desidia que sus compañeras pero con un mensaje trascendente y un tono acertado que la coloca ligeramente por encima del resto. Es el caso de El gran año, un filme en el que se conjugan los elementos de siempre a través de unas manos que sí saben qué hacer con las pocas virtudes con las que se trabaja y dónde colocarlas a lo largo del relato.

Es el caso de David Frankel, el director de El diablo viste de Prada (2006), que ya ha demostrado en más de una ocasión su solvente capacidad para obtener buenos resultados en el género de la comedia ligera. Quizás lo menos sugerente de El gran año sea su propio argumento, el punto de partida. Tres personajes que se encuentran en momentos cruciales de sus vidas y el deseo de ser recordados les empuja a presentarse al mayor concurso de avistamiento de aves del país.

Observar especies de pájaros puede parecer un material demasiado endeble, más aún cuando la película no decide tomar el camino de la comedia absurda y el gag continuo. Su armazón argumental no es sino una simple excusa para explorar las motivaciones de esos tres personajes y cuestionar el triunfo personal, la competición, como única forma de éxito posible. Quizás el diálogo más revelador del filme sea aquel en el que se revela que no existe necesidad de demostrar las especies que se han avistado. Código del honor, conceptos tan imposibles hoy como la propia trama que la cinta propone. 

El deseo de dejar una marca en el mundo que les sobreviva, a través del ansiado récord  de especies observadas en el concurso, suele tener mucho que ver con la incapacidad de valorar todo cuanto ya se ha logrado. Eso es lo que intenta explorar la película y lo verdaderamente interesante de ella, el modo en el que coloca a los grandes triunfadores de la sociedad también como personas que han hecho grandes renuncias, quizás a cosas más importantes, cuestionando así el valor del triunfo personal en el mundo contemporáneo.

Otra barrera para acercarse a El gran año bien podría ser su elenco actoral, propia de la comedia más rancia del panorama norteamericano. Jack Black, Steve Martin y Owen Wilson, peligroso conjunto. De nuevo una necesaria mano en la dirección, capaz de evitar los acostumbrados tics de los tres actores, que normalmente dedican su interpretación al derroche de todas las muecas de las que son capaces, evita que la película se vaya al traste. Es una de las pocas veces en la filmografía de ambos en que parecen estar haciendo algo cercano a crear un personaje.

El gran año no es una película trascendente. No hay en ella grandes actores y su desarrollo es previsible, utiliza los recursos cómicos y de montaje propios de su tiempo y su falta de intensidad en la narración impiden que la película haga despegar la pasión que parece llevar dentro. El lugar en el que confluyen sus historias, sin embargo, consigue depositarla en la otra orilla, en aquella bahía en la que rescatar los relatos que sí valen la pena. Pues en el fondo El gran año habla de la voluntad, y lo hace con voluntad. Habla de saber mirar con perspectiva, y para ello ha sido filmada con esa misma mirada, la que atraviesa el triunfo del reconocimiento personal y encuentra en el amor incondicional a los demás la manera de construir la mayor de las victorias.