El curioso caso de David Fincher como director trasciende más allá del éxito comercial de sus películas, para dar cabida a una filmografía que ha trazado desde el comienzo una línea recta en la búsqueda de nuevos lenguajes y maneras de narrar.
Desde ese turbulento comienzo donde dinamitó toda una franquicia (Alien 3), se desvinculó de los caminos convencionales del star system para seguir dinamitando los géneros (Se7en o The Game produjeron mil y una malas imitaciones) sacudir conciencias a través de experimentos narrativos (El Club de la Lucha) o simplemente buscar nuevas formas de contar historias (La Habitación del Pánico), hasta llegar a lo que su filmografía siempre anunciaba de forma silente pero que nunca se había atrevido a afrontar de manera tan rotunda: la muerte del cine (Zodiac), o al menos de sus caminos narrativos convencionales, en una nada donde ya no hay relato posible, más conectado con el cine de Gus Van Sant y su celebrada trilogía de la muerte que con sus otros coetáneos, más cercanos a Fincher en capacidad de medios.
Que El Curioso Caso de Benjamín Button, a pesar de ser un proyecto en el que el director se había embarcado años atrás, haya quedado a la postre como su última película hasta la fecha, crea un interesante punto de encuentro entre su trayectoria cinematográfica, una trayectoria ‘de la disolución’, si se quiere llamar así, para volver finalmente al sistema de producción convencional de Hollywood y enfrentarse a una de sus acostumbradas historias de sentimientos que abarcan toda una vida.
El porqué de esta vuelta atrás en el autor posiblemente sea la cuestión más interesante que plantea la película, vista la incapacidad del filme de dialogar con su propio tiempo. ¿Se trata, pues, de una vuelta atrás, tal como hace Monsieur Gateau con su reloj en homenaje a las víctimas de la guerra y a su propio hijo, para renovarse a sí mismo, reinventarse y recomenzar un nuevo discurso a través de todo lo aprendido? ¿O se trata simplemente de algo que a Fincher le interesa más aún que su propio discurso cinematográfico, y no es otra cosa que el reto de narrar una historia que a priori entraña gran cantidad de dificultades para ser contada, empezando por implicar un recorrido completo de todos los tipos de efectos especiales posibles?
Y sin embargo, hay un nombre propio en la película que brilla con mayor presencia que sin duda el de Fincher, y no es otro que su guionista, Eric Roth. La película, pues, no es más que un encargo que el realizador de Zodiac acepta y sobre la que no tiene mayor influencia, y su autoría real queda relegada por tanto a la visión de Roth como relator de historias.
No hay que olvidar que Eric Roth fue, hace ya más de quince años, el reputado guionista de Forrest Gump, y es en este filme en quien hay que encontrar mayores resonancias. Es en la oscarizada película de Robert Zemeckis donde encontrar un auténtico modelo, un esqueleto (demasiado parecido al original) sobre el que descansa una convencional historia que quiere abarcar más frentes de los que un filme es capaz de asumir: el amor imposible, la búsqueda de uno mismo, el relato de vidas enteras, la vida y la muerte en un contexto global, la amistad, la importancia de la maternidad entendida como el valor humano supremo, la bondad, la honestidad, la generosidad, y un sinfín de pequeños temas que el filme pretende abarcar pretenciosamente con tan sólo frases sueltas o escenas aisladas.
Y ese modelo, esa cercanía alarmante con Forrest Gump resulta excesiva en muchas ocasiones: El millonario negocio de gambas es sustituido aquí por botones, la guerra de Vietnam por la segunda guerra mundial, o el teniente Dan por el capitán Mike. Y en el momento en que se descubren esas escandalosas similitudes, se desvanecen todas sus virtudes. Sólo hay un aspecto que difiere de su referente en una cualidad esencial: Si el recorrido histórico por América dotaba de un hiperrealismo latente a la historia de Forrest, en la de Benjamín resulta todo lo contrario. La irrealidad, el cuento imaginario, el relato soñado.
En una película con una torpe estructura de infinitos flashbacks montados uno sobre el otro, una anciana Cate Blanchett nos cuenta la historia de Monsieur Gateau y su reloj que camina hacia atrás. Es en ese momento cuando Fincher decide dotar a lo que en otro contexto sería un cortometraje mediocre, una textura añeja y desgastada, como si se tratase de un vídeo antiguo, pero desprovisto de sutilezas, repleto de efectos digitales mediocres, disponibles hoy por cualquier mal editor de vídeo.
Con ese primer esbozo narrativo, Fincher otorga a su película una cualidad de irrealidad que ya no se escapará jamás del relato. Todo permanecerá desde entonces lejano y lleno de incredulidad. Lo único que permanece ‘real’ a la vista del espectador es la habitación de hospital con que comienza la película, un presente que resulta de muy discutible inclusión en la película, que queda justificado en la imagen final cuando las aguas del huracán Katrina se llevan ese reloj que presentó la historia, un reloj que ahora resulta falso, propio de una representación, de una historia que sólo puede tener lugar en la imaginación de quien la escucha.
Benjamin Button es ante todo un enorme logro digital, una historia de indudable dificultad para ser contada con eficacia pero que termina contada con absoluta maestría, como si todo hubiese sido muy sencillo de narrar, en una película que resulta imposible de concebir sin la brillante imaginería de su director. La estética de Fincher siempre está ahí, especialmente en los interiores, que sabe retratar como nadie, claustrofóbicos, siniestros y hermosamente fotografiados.
Resulta curioso también, para entender del todo la filosofía comercial de la película, que aquí Fincher no esté rodeado de sus colaboradores habituales, sino de aquellos a los que el star system tiene en alta consideración a día de hoy. Un fantástico Claudio Miranda que ofrece una labor fotográfica de gran calado (¿quién será capaz de olvidar esa secuencia de Blanchett bailando en el teatro con un solo foco apuntando hacia ella?) y que dota, con la ayuda de su director, a la mayor virtud de las conseguidas por Benjamin Button: la estética, el diseño plástico y visual de cada una de las secuencias.
Alexandre Desplat en la música. Un autor que hace años era virtualmente ignorado por crítica y público (ya había una gran constancia de él desde mi descubrimiento personal en Reencarnación) y que ahora de repente es encumbrado como uno de los mayores talentos de Hollywood. Sin llegar a ser una realidad, pues el maestro francés tiene habilidad sólo para cierto tipo de música (y su estrepitoso fracaso con La Brújula Dorada así lo atestigua), la música de Benjamin Button es tan sutil, conmovedora y deliciosa que puede considerarse uno de los mejores trabajos del compositor, lo cual no es decir poco. La partitura puede asemejarse más con su infravalorada Reencarnación que con su laureada El Velo Pintado. Sin embargo ofrece aquí mayor delicadeza y mejor desarrollo orquestal que en esas, sus más importantes referencias. El carácter ensoñador y romántico de su música ayuda a terminar de formar el aura onírica de Benjamin Button en su mencionada cualidad de relato soñado.
Un relato soñado que supone, en definitiva, un espectáculo que fomenta la cultura del acontecimiento. Benjamin Button no es más, en el fondo, que una gran pirueta de fuegos artificiales, contada con cariño y amor, narrada con eficacia, pero que no trasciende más de lo que haría una película de sobremesa, pues se basa en un modelo ya caduco hace años y que resulta ahogado en su propia vanidad por las evidentes similitudes con sus referentes.
Para aquellos espectadores a los que les basta la cultura del acontecimiento, el filme está lleno de frases conmovedoras, filosóficas, profundas y míticas desde hoy mismo, tanto como la irrealidad del suelo que pisan esas palabras en todo momento dentro de la película. Frases que, sacadas de contexto, suponen toda una lección humana de primera línea y que no tardarán en aparecer como citas famosas por todos los poros de la sociedad en la que vivimos, tan preocupada por fomentar esa misma cultura del acontecimiento.
La película no es más, pues, que un palimpsesto, una reescritura, una mejora de un relato que ya conocemos y que aquí apenas es pulido para ser vendido nuevamente con un rostro que pretende ser diferente. Por desgracia ese modelo no ha ido hacia atrás, como Brad Pitt, sino que ha envejecido muy mal con los años.
Reescritura que parece estar simbolizada incluso dentro de la propia película: Julia Ormond lee un engorroso diario a su madre moribunda (¿por qué esa detestable fijación por abrir un diario/cuento que desencadene el verdadero relato? ¿es tan necesario?) que de repente transmuta dentro de la propia historia, en un cuento que la abuela lee a los dos niños y que se convierte a la postre en un símbolo de sus vidas. El cuento, el libro, el diario, como elemento narrativo capaz de disparar el relato y de ser el cimiento sobre el que se basa toda la vida de los que leen/participan/viven la historia que cuenta.
También la propia película está influida por ese desarrollo en capítulos propia de una novela, con la inclusión de un personaje pintoresco y diferente en cada episodio que hace ‘avanzar’ (si se puede llamar así: la película dura casi tres horas) la historia a marchas forzadas. Una concepción lenta y torpe de la estructura narrativa que condena al filme a una duración desbordante tanto como las pretensiones de su guión, y que acaba desembocando en secuencias eternas y sin interés, como ese paréntesis romántico en un hotel con una también horrenda Tilda Swinton.
Lo que defrauda en la titánica y perfecta historia de Benjamin Button, una vez conseguida con éxito la representación de Brad Pitt como ‘niño anciano’, una vez conseguido que Cate Blanchett sea la mejor bailarina del mundo, que un remolcador navegue a través de aguas imaginarias junto a un trasatlántico, que Blanchett parezca mucho más vieja o Pitt mucho más joven, es esa fácil resolución final en la que apenas se presta atención al final de la vida de Benjamin, en un epílogo descafeinado, con un bebé que cierra los ojos en brazos de la mujer que siempre ha amado (y eso si hubiera sido una gran película). Esa débil resolución, en pro de no dejar ningún cabo suelto, ahoga las posibilidades de una parte crucial de esa trama fantástica en las que el interés precisamente venía suscitado en la medida en que un niño era en realidad un anciano en su interior, y no al revés.
Toda la relectura del diario tiene lugar en el preludio al huracán Katrina, como si una catarsis fuera a desatarse al llegar a la última página del relato. Finalmente, el temporal se lleva todo consigo y el relato se desvanece, igual que las lágrimas de madre e hija simbolizan una revolución en el interior de ambas. Lo único que queda al final son los recuerdos en la memoria de los personajes, y las sensaciones vividas en el corazón de los espectadores. Ambas vivencias deben resultar un aprendizaje conjunto, al margen de que la realidad, representada aquí por un huracán devastador que no tiene nada de imaginario, nos recuerde en todo momento que no se trata más que de un relato soñado.
Tras haber terminado los innumerables epílogos que cierran capítulo tras capítulo todas las capas de la historia, uno se pregunta si realmente se hizo todo lo posible con un argumento con tanto potencial. Si realmente Eric Roth no se equivocó en sus intenciones conservadoras al firmar un guión notable pero descafeinado, y si Fincher no se ciñó demasiado a lograr que el proyecto fuera simplemente posible, sin tratar de trascender aún más en sus intenciones con respecto al discurso de la cinta. Desde luego es una historia genial, que no podría haberse contado mejor. Pero, ¿realmente lo que se cuenta es tan trascendente como para creer en ella como una obra maestra?
Son muchas las dudas que desencadena este gran filme, grande por pretensiones y grande en logros, que genera un debate positivo y que deja abierto su discurso global a la espera de que David Fincher firme una nueva película, con la intención de poder encajar ésta su última obra (que no la más ambiciosa, pues Zodiac se atrevió a ir mucho más allá) en el conjunto de su cinematografía. Un camino apasionante que, como las hijas que leen los diarios que reescriben la historia, todo buen cineasta estará encantado de continuar explorando.