La tercera película de Jodie Foster como directora deja entrever ciertas evidencias del oficio que resultan insalvables para los artistas de otras disciplinas que terminan creyendo que la realización de películas consiste en una firma en los créditos iniciales.
En El castor, un hombre que ha perdido todo sentido en su vida encuentra la manera de recuperarse a través de una marioneta, que acaba absorbiendo su personalidad e impidiéndole enfrentarse al mundo real. Una fábula con cierto reverso tenebroso que no desagrada durante la proyección, pero que al contarse resulta ridícula.
Se trata de una parodia de construcción insulsa, donde lo único con verdadera fuerza será la interpretación de la propia Foster. Su mayor virtud quizás sea el poder de condensación que detenta sin renunciar nunca a toda la información que necesita mostrar. En un panorama cargado de inútiles epopeyas de duración insostenible, El castor resulta, cuando menos, graciosa.
Cualquier artista consagrado puede dirigir, eso es un hecho. Pero dirigir no lo convierte a uno en director, y mucho menos en autor. El castor quiere poner en pie una historia de sentimientos que tratan de respirar como reales, de problemas reales, de situaciones reales. La película, sin embargo, es completamente impostada, pues filmar una historia no consiste meramente en fotografiarla.
El cine no consiste en dejar hacer, sino en dejar que ocurra. Un actor-director siempre intentará lo primero, porque sabe que no hay nada en su profesión como la libertad interpretativa. Un verdadero cineasta, sin embargo, elegirá lo segundo, en tanto que dejar que ocurra no implica ofrecer una libertad absoluta a los actores, sino buscar unas cierta manera de escribir en imágenes, para permitir que la verdad se filtre a través de la cámara.
Los matices de su impostura vienen también de la elección de su música. Una película seria construida sobre un lenguaje ligero que acabará utilizando el tango como vulgar elemento humorístico. Qué gran error tomar un género musical tan lleno de profundad y drama para vulgarizarlo apoyándose en los tópicos de la ignorancia cultural norteamericana.
A partir de la limitada calidad actoral de Mel Gibson como protagonista, la película encuentra en su segunda línea argumental una bocanada de aire fresco. La historia del hijo del personaje principal tiene en el fondo más interés, aunque esté peor construida. Todo el universo académico está construido en base a estereotipos, lo que la convierten también en impostada. El personaje de Jennifer Lawrence, la otra actriz de peso en la película, no es nada creíble. No le permite desplegar sus virtudes y apenas ninguna expresión en el rostro, incluso cuando vive una situación especialmente dolorosa.
Una comedia, una parodia que intenta tomarse todo a broma, y reconciliarnos con nuestras buenas intenciones. Todo parece en sintonía con esa ligereza, hasta que Foster aparece en pantalla y lo arrolla todo con su intensidad interpretativa, como si esos planos pertenecieran en realidad a otra película. Otra incoherencia que echa abajo las nobles intenciones del filme.
Porque en esa nobleza, en su honestidad, se encuentra su mejor baza. No es una película que intente provocar sentimientos, ni emocionar a cualquier precio. Sólo presenta algunos motivos con los que emocionarse, si uno lo desea, si uno está dispuesto a hacerlo. Por eso da pena criticarla con cierta dureza, pues sus nobles intenciones resultan incluso entrañables. Pero en honor a la verdad, El castor resulta una parodia de su propia idea.
¿Es un filme aleccionador, a pesar de todo? Al menos se mantiene siempre rozando esa línea. El edificio es tan endeble, construido sobre la estructura propia de una fábula, que pocos elementos resultan verosímiles en la pantalla. Las sugerencias de un equipo técnico fabuloso y la fuerza de atracción de las estrellas que actúan pueden servir como aliciente para encontrar interesante una película. Sólo un verdadero autor, sin embargo, será capaz de crear una ficción que respire la realidad y la emoción de la propia vida.