Conviene dudar de las películas que, en su intento de poner en cuestión ciertos actos de moral, nos imponen una visión que colocan a cineasta y espectador por encima del propio relato. Una especie de pacto cómplice que ofrece una visión crítica de lo social pero que, al mismo tiempo, nos reconcilia con nuestra propia capacidad intelectual. La filmografía de J.C. Chandor, impecable en su compromiso por bucear en la moral y la ética (o la ausencia de estas) que han construido el porvenir de su país, nunca ha podido evitar manifestarse en este aspecto. Su cine es tan inconformista como complaciente: evitar la ruina a toda costa en Margin Call (2011), sortear la tentación del suicidio en All is Lost (2013), construir un imperio sin convertirse en un monstruo con El año más violento… Mientras afronta contundentes dramas morales también se esfuerza en llamar la atención sobre la conveniencia de sus propuestas, sobre lo necesario que es el cine que está firmando.
Quizás bajo esa perspectiva pueda hallarse una de las grandes fisuras de una película por otra parte tan sólida, tan poderosa como ésta: la puesta en escena parece más preocupada por hacer visible esa importancia de lo moral que por conducir el relato desde una ausente fuerza de lo visual. Plano general, plano medio, vuelta al plano general… Casi podría decirse que se trata de una serie filmada en panorámico. Incluso por mucho que el regreso al plano americano pueda hablar, precisamente, de una revisión de los códigos que convirtieron en villanos a los hombres deshonestos, la manera de filmar el drama en Chandor nunca parece estar a la altura de la contundencia de su propuesta literaria.
Una vez puntualizados los peligros con los que carga el cineasta, abandonémonos a las virtudes de su película más rabiosa, más poderosa emocionalmente, más trascendente. Chandor viaja a 1981 para revisitar el año más violento jamás registrado en la ciudad de Nueva York y entender desde dónde nacen esos actos de violencia; quién los genera y qué intereses puede haber tras ellos. Mientras lo hace, está construyendo un sorprendente discurso que cuenta cómo los grandes imperios se ven forzados, conforme se levantan, a abandonar sus valores e ideales en favor de su propia supervivencia. Para ello nos pone en la piel de un hombre de negocios que, cuando ve cómo la ciudad parece conjurarse en su contra, siente como algo inevitable responder en esos mismos códigos de violencia y de comportamiento deshonesto. No es tanto la construcción de un personaje que acepta las reglas del juego para alcanzar el triunfo, sino el de alguien que en su intento por evitar sentirse pisoteado por el resto, termina contemplando que la injusticia abre unos caminos que él, a pesar de todo su poder, es incapaz de detener.
Más allá de los problemas con las imágenes ya comentados, donde la película logra transmitir su intrincada red emocional es en la potencia de su pareja de intérpretes, recordando las capacidades de Chandor como director de actores. Oscar Isaac y Jessica Chastain se convierten en instrumento de esas pasiones, se transforman en los personajes que recrean. El acto camaleónico llega incluso a invitar a la empatía superponiéndose a la pobreza de la gramática tras la cámara, en un trabajo profundamente introspectivo de la pareja, pero a todas luces comunicante. Otro elemento capaz de traspasar las fronteras formales es la música, que parece ir contando, con una evidencia mayor, el proceso emocional que vive su protagonista y ese cambio progresivo de mentalidad que le lleva a aceptar las injusticias que terminan por generar sus actos. En ese sentido, la capacidad narrativa de la música de Alex Ebert es excepcional, tanto como la película que termina resultando de este feliz cruce de talentos.