Un matrimonio que se quiebra y un hombre que conoce a otra mujer. Natalie Portman es La otra mujer, tal y como reza el título original de la película. Un niño que contempla la desintegración de la relación de sus padres y trata de encajar la llegada de su madrastra. Y sobre todo, una recién nacida, Isabel, cuya muerte prematura lo cambia todo y derriba el nuevo edificio familiar para sumirlo en el caos.
Ese es el tejido de una película concebida como calidoscopio de las relaciones familiares, de los muros que se levantan porque todo deba tener nombre y una etiqueta, y sobre todo de cómo el amor se cuela entre esos muros para cohesionar las relaciones entre las personas.
Hay un enorme problema en El amor y otras cosas imposibles, y no es ella en sí misma, pues no hay nada que reprocharle. Tampoco hay nada que destacar de ella. Lo que ocurre es su proximidad con otra película de mucha mejor factura, la soberbia Rabbit Hole que John Cameron Mitchell filmara también sobre la pérdida de un hijo y sus devastadoras consecuencias sobre unos padres que le sobreviven.
Ante la comparación, la película de Don Roos naufraga en todas sus facetas, especialmente porque mientras Rabbit Hole daba una lección actoral alrededor de una ausencia, la del hijo perdido, la presente película se empeña en construirse a partir de flashbacks, recordatorios e imágenes que hagan física la presencia de la niña, y otras triquiñuelas evidentes que no hacen sino atontar su discurso constantemente.
La reiteración y la especificidad, la falta de sutileza y la poca inteligencia de la puesta en escena son por tanto las claves para encontrar fallido un relato que, por otra parte, se atreve a poner en escena un delicado momento vital con valentía, y un entramado familiar que busca en la contención y las cuidadas explosiones emocionales congraciarse con su público.
Si uno echa un ojo a la filmografía de Don Roos, no se sorprenderá de que El amor y otras cosas imposibles funcione sólo en determinados momentos, cuando el guión y su fuerza dramática empuja a una puesta en escena incapaz de materializar las emociones que sí prodiga el texto. Es preocupante asistir a un error constante en la elección del plano. Roos parece elegir siempre aquel encuadre que no sea capaz de transmitir nada.
Es abrumadora la fuerza con que Natalie Portman aborda cada una de sus escenas. Podría afirmarse que, desde la muerte del cine clásico, ninguna otra actriz ha tenido ese poder de atracción en el plano, ese magnetismo que tienen sólo unos pocos y que consigue que la cámara le siga allá donde vaya.
Desde luego su belleza es también abrumadora, y más en esta película especialmente. Pero más allá, hay algo en Natalie que la ha acompañado desde sus papeles de niña en el cine, y no es otro que el mágico hechizo de su presencia, que ha conseguido sostener películas como ésta sólo porque ella arrastra consigo todo el relato hacia un inigualable vaciado estético.
Un primer plano sobre el rostro de la actriz justifica por sí solo una secuencia completa. Recordar el portentoso plano secuencia en el comienzo de Zona Libre (Amos Gitai, 2005), sería la culminación de ese pensamiento.
Lo que queda, por tanto, es observar el desarrollo del personaje de Emilia, encarnado por la propia Portman, y aplaudir que éste no transite por los caminos convencionales de un cine independiente americano que trata al menos de encontrar nuevas soluciones argumentales, especialmente en el género dramático.
La mayor pena de la película finalmente no es la pérdida de Isabel, el hermoso bebé de Emilia, sino que quiera parecer más moderna y compleja de lo que es realmente. La tragedia de El amor y otras cosas imposibles es, en realidad, que quien estaba tras la cámara no supo nunca sacar del todo el potencial de su historia, ni tampoco de una actriz irrepetible.