En una de las primeras escenas en las que aparece el Doctor Banks, interpretado por Jude Law, la cámara permanece fuera de foco viendo avanzar al personaje hasta que llega a un primer plano en el que por fin se definen sus rasgos. Será el recurso visual más utilizado en esta historia. La cámara no sigue al personaje, sino que es éste quien se adentra en el relato sin saberlo.
Y es en ese plano donde entendemos que esta historia pertenece al Doctor Banks, y no a Emily Taylor, la joven interpretada por una siempre hechizante Rooney Mara, provista de una aparente fragilidad que choca con su poderosa presencia en pantalla. La película ha cambiado de rumbo y no será la última vez que lo haga, pues lo que le interesa a Steven Soderbergh aquí es permanecer en un punto, agazapado en un rincón, escondido filmando el vacío, hasta que uno de los protagonistas cruza ese lugar, como si el realizador también se topase con su historia sin desearlo.
La cámara parte del deseo de filmar, y entonces la historia aparece. En un principio parece que Efectos secundarios va a proponer un nuevo debate legislativo y político como lo hacía Contagio (2011), anterior obra del autor, como si esta nueva película partiese de aquella y se alejara progresivamente en un interesante y caótico coqueteo con diferentes géneros. Pero ese devenir progresivo se convierte en una bofetada cuando el filme, por fin, se adhiere a los tópicos del thriller para cerrar un círculo que se anunciaba mucho más ambicioso en su tramo inicial.
Ese juego de identidades, no ya entre personajes sino con la propia naturaleza de la película, funciona esta vez como el juguete principal de Soderbergh, tan amante de este tipo de artefactos considerados por él como dispositivos de un ingenio sublime. Se trata, posiblemente, de la película del autor menos centrada en exhibiciones de genio tras la cámara, en coherencia con la evolución como narrador que el director ha mostrado en el último tramo de su filmografía. La depuración de su estilo ha permitido que apenas se perciban más que breves destellos de aquellas ansias de sorprender al espectador con cada plano en lugar de adherirse a la historia que intentaba contar.
El cambio de compositor en la banda sonora de Cliff Martinez, el colaborador habitual de Soderbergh, por un Thomas Newman poco comunicante que se limita a imitar al primero es uno de los pocos errores en cuestiones narrativas con los que cuenta la impecable Efectos secundarios. Copiando a Martinez, y entendiendo mal el concepto ambiental de aquel tipo de música, Newman es incapaz de obtener las texturas sonoras que, en otras ocasiones, sí han conseguido elevar el espíritu de la película hasta dotarle de un nuevo plano narrativo que aquí, sin embargo, queda totalmente ausente.
La necesidad de la película por atar cabos, por narrar una historia cerrada a diferencia de las múltiples ramificaciones y posibilidades que intentaba abarcar sin suerte Contagio, empuja el relato hacia un reduccionismo que termina por condenarlo. El tramo final de Efectos secundarios no da pie a dobles lecturas, ni a interpretaciones, ni siquiera a la posibilidad de compartir las dudas del Doctor Banks. Resultaría imposible ser más explícito, subrayar más aún lo evidente, ofrecer más explicaciones. La nada sutil resolución de la trama de este guión esquemático echa por tierra la perspicacia con la que estaba narrado el resto de la película.
No es el único punto reduccionista de un texto que termina abandonándose al placer de los giros de guión y coqueteando continuamente con los tópicos del género para ofrecer la manida sensación de montaña rusa argumental. Basta con fijarse en el personaje interpretado por Vinessa Shaw, la esposa del Doctor Banks, y reparar en su inoperancia para observar las grietas del relato. Así ha ocurrido con cada película en la que Soderbergh ha intentado jugar a ejercer de Hitchcock con materiales argumentales cercanos a los de aquel, en los que sólo ha obtenido películas menores. La fácil resolución que propone Efectos secundarios desdibuja la identidad que tanto le ha costado forjar a su autor.
En el primer plano de la película, una panorámica de la ciudad termina deteniéndose en la ventana de uno de los edificios. Podríamos habernos detenido en cualquier otra, parece querer contar ese plano, podría haber sido cualquier otra historia. En esa azarosa sensación argumental en la que las posibilidades narrativas se disparan está el mayor de los alicientes que invitan a acercarse a una película de Steven Soderbergh. Cuando termina Efectos secundarios, comprendemos que no existe esa película prometedora que se iba abandonando a sí misma presa de su cobardía. Habíamos asistido, en realidad, a un thriller del montón convertido en algo especial gracias a la mirada de un autor obsesionado con encontrar una forma diferente de narrar lo mismo de siempre.