Basta enfrentarse a la primera escena de Drive para saber que algo importante está ocurriendo. La huída después de un robo. Encontrarse de súbito con un trabajo de fotografía soberbio en una escena nocturna tan difícil de iluminar y con una labor de montaje al que se le pueden atribuir no pocos elogios. A partir de él nace un ritmo contenido, dueño siempre de esa intensidad hiriente que vive en todas sus imágenes.
Quizás la mayor virtud del filme sea que se trata al mismo tiempo de una rara avis y de un compendio de retazos de otros cines, otras cinefilias de las que bebe y de unas atmósferas de las que se apodera sin pudor alguno. El pulso férreo con el que todo está rodado cohesiona todas esas referencias externas, formando una identidad personal. Drive tiene una fuerte identidad personal, un espíritu propio, y en ella se respira un aroma diferente.
¿Quién es ese conductor? ¿Qué cosas ha vivido antes? Unas escenas a plena luz del día nos muestran su trabajo en un taller mecánico, sus colaboraciones como especialista en rodajes, una vida apacible. Pero la noche transforma al hombre en anti-héroe, y el coche pasa a ser un instrumento de poder, un camino hacia la inmortalidad.
Es posible que la escena que define toda la película sea ese magistral momento que ocurre en el interior de un ascensor. Primero, el más hermoso de los besos entre los protagonistas. Acto seguido, el hombre ataca con furia a la tercera persona que ocupa el ascensor, convencido de que ha venido a acabar con ellos. Violencia desmedida y amor sublime en el mismo espacio, respirando juntos en apenas unos segundos de tiempo cinematográfico. ¿Puede haber mayor cambio de registro, y sin embargo puede existir a la vez una naturalidad mayor para hacerlos convivir?
El anti-héroe, el western moderno. John Wayne, por supuesto. Steve McQueen, desde luego. Bullit, sí, pero con alma propia. Incluso el sabor del Terciopelo azul de David Lynch, a la que remite siempre esa fotografía nocturna y esa omnipresente y alucinada música de Angelo Badalamenti contra la que choca constantemente la potencia de unas imágenes desbocadas.
La huída y el placer de la carrera. El héroe sin nombre que se entrega a la carretera y a las personas que la pueblan sin que parezca importarle su propia vida. Nunca conoceremos sus motivaciones, sólo sus actos, como si el mundo fuese un lugar hostil en el que uno sólo puede salvarse dedicando su vida al resto. Tal y como en nuestra propia realidad, nunca sabremos qué piensan ellos o de dónde vienen sus razones, sólo nos encontraremos con los actos conscientes de lo que han vivido. Drive cura su falta de comunicación con brutales dosis de violencia, a la manera de un grito de rebeldía o de inconformismo como reacción solitaria ante la injusticia.
En el fondo no hay absolutamente nada nuevo, como pudiera ocurrir en el cine de Tarantino. La mayor virtud de la película es que sabe utilizar recursos cinematográficos casi prehistóricos y ofrecerles una nueva oportunidad, a partir de una medida y elaborada vuelta de tuerca. Nada en Drive resulta forzado y sin embargo todo es impostura. Que no confunda la gravedad de lo que ocurre, es todo un divertimento. Ya lo anunciaba su excéntrica tipografía en los títulos de crédito, su despreocupada música. Las personas sufren y el cine transforma ese dolor en coreografía, en poema sinfónico.
Y de eso tiene mucho este filme, de sinfonía inconclusa, de canto del cisne, de última voluntad, de grito desesperado, de pincelada ingobernable, de idea poderosa que brilla con total intensidad durante un instante para luego desvanecerse en la oscuridad. La fugacidad de Drive es la de apenas un suspiro, pero su huella permanece y sobrecoge.
Nicolas Winding Refn firma una obra destinada a perdurar. No es un testamento escrito con delicada pluma. Asistimos más bien a unas nerviosas pinceladas que se escapan más allá del lienzo. La obra emite un pequeño destello, como una estrella fugaz, y de repente el deseo se ha cumplido: el cine aún puede sorprender, incluso plegándose a los moldes argumentales y plásticos de lo contemporáneo.
Ryan Gosling convertido en Excalibur, espada forjada para las mayores y más nobles hazañas de los hombres, condenados a vivir eternamente bajo el fuego de sus infamias. Poderosa actuación, definitiva creación. El actor, preso de un personaje cerrado y nada expresivo, transmite su desesperada indefensión a través de una mirada transparente que no deja de temblar.
Drive encierra todo el temor y la incertidumbre de nuestro presente, con toda su hostilidad, con el halo de lo imprevisible y lo inevitable. El momento de lucidez de su director toma cada plano, a modo de radical filosofía, como una manera de buscar nuevas carreteras en las que transitar, nuevas formas de forjar el mito. Y en esa búsqueda a veces aparecen momentos que sobrecogen. La sorpresa sigue siendo posible. El cine sigue siendo posible.