Partiendo de una vivencia personal, dura y conmovedora, Valérie Donzelli escribe y dirige un drama en el que un jovencísimo matrimonio lucha contra el cáncer de su hijo, apenas recién nacido. Su historia es sincera y entregada, pero he aquí el ejemplo perfecto sobre cómo los recursos del cine pueden volverse contra uno mismo si se utilizan de una manera inadecuada. La forma ahoga al fondo, y lo narrado termina produciendo el efecto contrario al deseado.
Algunos creen que la Nouvelle Vague fue una cuestión de estilo, un mero capricho estético, y no una necesidad creativa con la que encontrar un punto de fuga ante las reglas del cine clásico. Algunos usan su libertad su locura colectiva, los juegos y la espontaneidad ingobernable, no como motivo alguno de búsqueda, sino porque en ellos se entiende el cine como una mera diversión. Si aquel movimiento francés era un cine maduro hecho por jóvenes, este es un cine inmaduro hecho para jóvenes, o al menos para mentes completamente alejadas del verdadero pensamiento cinematográfico.
No puede discutirse que se trata de un filme divertido, fresco, original. Pero su manera de tratar un material rotundamente trágico plantea casi un dilema moral, porque no parece reírse del problema, sino burlarse de él. El continuo juego aleja del drama y conduce la película a otro tono, otro clima. Un clima de la inmadurez, la adolescencia disfrazada de engañosa espontaneidad. Todo se cubre de irritante irresponsabilidad, que dinamita cada buen momento de lo narrado.
Los momentos de ternura lo son simplemente porque hay un bebé presente en el relato, no por nada de lo que esté ocurriendo, y la posible emoción generada viene siempre de la música, y no de las lágrimas o los actos de ningún personaje. ¿Acaso resulta tan difícil apreciar esos zafios mecanismos para no dejarse arrastrar por su condescendencia lacrimógena? Primero se ríe de sus tragedias y luego nos pide que simpaticemos con ellas. Esa falta de responsabilidad y el infantilismo de sus protagonistas acaban resultando casi censurables, cuando el filme quisiera representar todo un ejemplo.
Romeo y Juliette. No había juego más ingenuo para los nombres de los personajes, y aventura a qué clase de ensayo frívolo e intrascendente nos encontramos. En el momento más dramático de la cinta, los actores cantan ante la cámara, sin tratarse en absoluto de un musical. ¿Es un acierto este juego con los géneros cinematográficos, es acaso divertido, o es una manera de faltarse el respeto a sí misma y al material que trata?
La voz en off es otro indicativo de encontrarnos frente a un producto para mentes perezosas, una película que quiere que su historia se tome totalmente en serio mientras juega con un sinfín de triviales elementos de circo para tapar sus lagunas como drama familiar. ¿Es una película inteligente porque cuenta un drama siempre a partir del recurso burlesco, ensimismado y grandilocuente? Estamos hablando de una voz en off que relata exactamente lo mismo que cuentan sus imágenes o el diálogo de los personajes. Hablamos de una película que utiliza ese manido recurso narrativo con las ínfulas de una auténtica fábula universal.
Por si fuera poco, la intensidad y el implacable ritmo de la película, a la postre sus mejores armas, se desinflan en cuanto concluye el primer acto. Es entonces cuando se convierte en un vagabundeo de repeticiones y de ideas ya planteadas, que no hacen más que abundar en la impostura de lo propuesto, apoyado por la limitada riqueza de gestos interpretativos de la pretenciosa directora/guionista/actriz y de su pareja. Cámaras lentas, música con imágenes, todos los recursos parecen puestos en escena sólo para demostrar la pericia audiovisual de su realizadora. La única certeza de la película es que este material dramático tratado de esta manera aleja sin remisión de toda implicación emocional.
La película, cuya historia es tan conmovedora como colmada de humanidad, se convierte en la pantalla en un juego de la insensatez. Cine del idealismo hecho con la criminal mezcla de lo ingenuo con lo pretencioso, de lo fallido con lo grandilocuente. Cine del idealismo en el que se pueden advertir sus costuras falsas y efectistas.
“Nos tocó a nosotros porque somos capaces de superarlo”, dicen en uno de los pocos diálogos sinceros. Entonces suena una música atronadora, los primeros planos se suceden sin sentido y los ojos llorosos se convierten en burdos protagonistas. La belleza y originalidad de lo conseguido se viene abajo cada vez que el filme recicla, al mismo tiempo, los más vergonzosos y lacrimógenos elementos cinematográficos que le permitan, sin éxito, ser considerada mucho más valiosa de lo que es en realidad.
Uno puede llorar ante lo que está ocurriendo, desde luego, pero sólo conmueven los simples hechos, y no la manera de contarlos. El cine contenido en Declaración de guerra no conmueve por sí mismo, y es lo peor que puede decirse de una historia inevitablemente conmovedora. No podemos compadecernos de una película sólo porque sus personajes inspiren compasión.