En la escena inicial tras el prólogo que abre Pitch Perfect, Beca, el personaje que interpreta Anna Kendrick le dice a su padre: “¿Qué tal está la arpía de mi madrastra? Bueno, no me interesa, en realidad sólo quería poder decir “la arpía de mi madrastra””. Es uno de los primeros diálogos serios de la película y el que resume de buen modo su espíritu: el universo adulto está desterrado por completo del relato, sólo importa la oportunidad de expresar las pasiones juveniles. Es así como se construye la comedia juvenil de las últimas dos décadas, sobre una complicidad con el universo adolescente que los adultos también consumen a modo de sano placer culpable.
Comedia juvenil con la música como protagonista y bajo esquemas de desarrollo previsible, esa necesaria cualidad que muchos consideran tan agradable como necesaria para este género cinematográfico. En ese sentido la película de Jason Moore es impecable, con una Anna Kendrick que demuestra sin esfuerzo su capacidad para llevar el peso de una película como actriz principal. Sus marcados estereotipos sobre los que se edifica la trama, a todas luces inofensiva, hacen de ella un producto tan disfrutable como intrascendente, la panacea de quienes se acercan al cine bajo ese inquietante deseo de no tener que pensar.
Sin embargo, conviene detenerse en Pitch Perfect y en la manera de entender la comedia musical que se fundó en el seno de los productos televisivos de Disney y que encontró su representación definitiva en Glee (Ryan Murphy) y más tarde con Smash (Theresa Rebeck). Puede que aquí resulte incluso más peligroso, ya que nunca se comparten los diálogos o los pensamientos del grupo de canto que protagoniza la película. Es más importante el show musical y la sorpresa que el desarrollo del propio personaje, que no sigue la evolución del carácter propio del musical, sino la impostura de arrancarse a cantar como el único modo que posee la película de provocar verdadero impacto.
Es la diferencia con el cine clásico del género de la comedia y del verdadero musical. Esta generación confía demasiado en que disparar al aire una canción popular bajo un arreglo memorable generará tal emoción en la audiencia que no importará ninguna laguna de la película o la naturaleza de la producción musical. ¿Acaso consiste en eso el cine? Si no importa otra cosa que lo meramente musical, entonces nos encontramos frente a otro tipo de espectáculo.
No puede hablarse de comedia pura, en tanto que la música ahoga al desarrollo natural de las historias y usurpa el protagonismo de los personajes. Pero las canciones aparecen sin sentido narrativo. No están ahí porque aporten algo a la historia, sino simplemente por la fascinación que produce la música, como si se tratase de un enorme videoclip que lleva implícito una pequeña historia que se desarrolla en sus tiempos muertos. De modo que tampoco puede hablarse de un musical, sino de una película que trafica con la música como quien pretendiese cegar con una espectacular dosis de pirotecnia.
Pero no terminan ahí los peligros de este tipo de propuestas. Su génesis reside, por encima de todo, en la propia manera de entender la música. ¿Qué ha generado esa cultura del playback que tiene poco que ver con lo que está ocurriendo en el escenario y en su lugar la orquestación, mezcla y master van mucho más allá en pro de la pura fascinación y el aplauso popular? Esa filosofía de la corrección obsesiva por el tono vocal ha terminado por generar que aquello que suene auténticamente humano sea considerado un error. Mención aparte merecerían los arreglos espontáneos para varias voces, que ya estaban presentes en el género musical desde sus inicios y que aquí se utilizan sin ninguna consciencia. En ese sentido se confunde el pitch perfect (oído absoluto) con una perfección inhumana en la ejecución vocal que aleja a la música del hombre y lo acerca al de las máquinas. Mientras el espectáculo de voces resulta abrumador las canciones han perdido, irónicamente, toda su potencia emocional. En otras palabras, el show emociona por lo que son capaces de hacer y cantar, por los tonos a los que llegan y por la afinación sobrehumana, no tanto por aquello que transmiten con sus voces.
El homenaje a El club de los cinco (John Hughes, 1985), presente en buena parte de las comedias de la década actual, no hace más que acentuar la enorme distancia con respecto al verdadero mundo adolescente, con esa incapacidad para construir nuevos referentes y la necesidad de recurrir al mito de los años ochenta con el que crecieron los realizadores de esta nueva generación. Esa incapacidad comienza en la música y termina en ausencia de síntesis, en ambición desmesurada por abarcar un sinfín de temas que terminan explorados de puntillas, como la relación entre padre e hija que se resuelve de un plumazo. Eso sí: aunque no tenga que ver en absoluto con el resto de la película, para el chiste escatológico siempre habrá un espacio importante.