“Ahora o nunca”, era el lema que abría las puertas de una nueva semana de creación colectiva en el Festivalito de La Palma. La erupción en el mes de septiembre del año anterior del volcán de Tajogaite y su devastador resultado había situado la bandera del desánimo en todo el territorio de La Palma. Los habitantes de las regiones colindantes se niegan a mirar hacia la zona sepultada por la lava, miran hacia otro lado, reniegan y maldicen la montaña. En una isla que se niega a mirar, renace un festival que invita al ejercicio de aprender a mirar de nuevo. Y en este universo dominado por la multipantalla, por las redes sociales y por las imágenes verticales, el cine volvía a declararse como terreno fértil, como refugio desde el que poder renacer, como pretexto para que una familia de cineastas se reencuentre y pudiese continuar creciendo.
Ese espíritu de familiaridad del Festivalito, el que hace que no existan jerarquías y que el director de un cortometraje sea el técnico de sonido en el de otro, cristalizó en la propia pantalla a través de dos piezas: Julia era una distendida (y multipremiada) carta de amor al festival vista a través de los ojos de una pequeña recién llegada, ahora que los autores se ven interpelados a mirar el mundo a través de ella (David Sainz y Teresa Segura firman además la pieza con el nombre de la niña). Una recurrente voz en off y una hermosa fotografía atraviesan los recovecos del certamen vistos desde lo pequeño y dando nueva luz a todo aquello que pasa desapercibido y que, aquí, cobra un nuevo valor. Algo parecido ocurría con Lema, de Juanjo Neris. La premisa no podría ser más sencilla: aglutinar los lemas de los diecisete años de festivalito y recitarlos uno a uno, creando una engañosa continuidad que invita a pensar en que se oculta un mensaje tras la voz en off que los va nombrando. Los lemas invitan a crear algunas imágenes memorables: el largo travelling a través del bosque forma desde hoy parte de las más icónicas imágenes en la historia del certamen. El cortometraje termina con una fiesta de cumpleaños venida a menos, auténtica representación de un festival pequeño pero incombustible. En la fiesta, al fin, se resuelve el misterio que envuelve al texto y que se autoexplica como una oda, tanto al festival como a “los diecisiete años que componen los miedos a una vida que desconocemos”.
El “Ahora” del lema bien lo podrían encarnar algunos cineastas de nueva hornada que aterrizaron por vez primera en el certamen y que se han lanzado a proponer su propia forma de entender el cine. En algunos casos, ha sido todo un acontecimiento: el director Willy Suárez proponía en Era obvio un sencillo y entrañable relato en torno a un amor de juventud. Los amantes parecen haber vivido un verano juntos pero asistimos, en realidad, al momento de la despedida junto al muelle. No se atreven a decir todo lo que sienten, y entonces uno de ellos recuerda todo lo vivido, imágenes fugaces, miradas furtivas que se encuentran, paisajes extraordinarios de la isla, sonrisas que quieren decir algo más pero que nunca alcanzan su destino. En esta decisión de representación el cineasta se enfrenta a un desafío que en cierto modo termina por desequilibrar la pieza: intentar aglutinar todo lo filmado a lo largo de la isla en tan corto espacio de tiempo acaba por ofrecer un paso fugaz a través de las imágenes. Planos hermosos que duran unos pocos segundos. No haber renunciado a ninguna de esas tomas empuja a que las imágenes pierdan la enorme fuerza que poseen por separado, las diluye en un conjunto sublime pero en el que no es posible que ninguna de ellas pueda traspasar la barrera de lo anecdótico. Donde sí acierta por completo el cineasta es en partir la película en dos mitades y en quedarse observando con cariño a sus personajes mientras el barco se aleja. Por su parte, Dailos Vega ofrecía en Mamihlapinatapai un relato de apariencia sencilla pero que condensa las aspiraciones de muchos otros debuts en el Festivalito y que no consiguieron llegar tan lejos como aquí: la orilla de la playa, un personaje completamente indefenso y la búsqueda de un encuentro y de un sentido a través de la isla. La belleza de sus composiciones, la ausencia de toda pretensión, la inexistencia de diálogos y la naturalidad de sus dos actrices ofrecen unos instantes de auténtico cine. El corto se deja arrastrar por una intuición que no tiene nada de verbal. La mirada de los personajes se cruza, el título se explica con un rótulo y tal vez en la ausencia de intención por ir aún más allá se ha perdido la oportunidad de una pieza completamente memorable.
Caseta perdida es la oportunidad de descubrir la mirada de Leonor Díaz como cineasta, directora de arte de diversos artistas consagrados de la cinematografía española, que se lanzó a presentar una pieza firmada por ella misma, alentada por sus compañeros y por el espíritu creativo que inunda la semana. La pieza plantea las coordenadas para poder enviar una humilde compra en la tienda del pueblo. La insondable indiferencia de una tecnología arcaica choca de frente con el acento palmero de quien ofrece las coordenadas del lugar. La sencillez es aplastante. Apenas siete planos para contar toda una historia. El cortometraje Pólvora (Diego Villalba), trasunto de filmes scorsesianos como Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) intentaba aportar algo de humor a las funestas consecuencias de la erupción del volcán, pero sobre todo nos sirve para reconocer que los planos tomados con dron, una novedad que en otras ediciones suponía un auténtico calvario, comienzan a mostrar su utilidad narrativa más allá de la curiosidad por contar con un nuevo recurso.
Y no se trataba de un caso aislado de un uso efectivo del dron: Fría, de David Sainz, retoma la mirada del cineasta allí donde la había dejado con el corto No signal (2019), con la misma estructura y también con el mismo interés por explorar las situaciones más oscuras, por el crimen que nadie puede ver como también ocurría con el largo Obra 67 (2013). ¿Se tambalea nuestra humanidad si nadie puede ver lo que hacemos frente a alguien indefenso? Fría está compuesto por dos planos áereos de entrada y salida y no se trata de una decisión caprichosa: es la representación perfecta para el gesto de aquel que no sabe que es observado por un centenar de espectadores al otro lado de la pantalla. El cineasta construye una metáfora en torno al triste momento de separarse de alguien que ya es totalmente indiferente. Quizás el interior del cortometraje no haya sobrepasado los límites del chiste que da lugar a una situación tan turbia como dramática, pero la soledad que desprende el personaje tratando de comunicarse con un cadáver y de gestionar un afecto que no llega a ninguna parte tal vez sean suficientes.
Quien empezó con el gag como único fundamento y empieza a meter el pie en otros terrenos es Emilio González. Unfollow es una pieza construida sobre una idea sencilla pero que contiene varios elementos interesantes: Dos amigos van en coche y discuten sobre las ofensas que genera cualquier comportamiento en redes. Pero alguien les sigue y el conductor deja de prestar atención a la conversación. El relato se enrarece, la música sube y los planos se cierran sobre el rostro del conductor. El guion se encarga de cerrar todos los posibles agujeros que justifiquen las acciones de sus personajes y el chiste, como en el cine del propio David Sainz, termina en tragedia. Lo que empieza como una broma termina desembocando en la película de un cineasta adulto. Lo mismo ocurre con la nueva pieza de Carlos de León, que en NoMo abandona el acostumbrado humor de sus creaciones y se lanza a por una consulta médica que se tiñe, en una progresión ejemplar, del tinte dramático que generan las incertidumbres de un embarazo que podría complicarse. El cortometraje se juega en un simple plano-contraplano, pero la contenida interpretación de Laura Jiménez y un acertado juego con los efectos de sonido elevan la película a un valiente e incómodo terreno en el que el autor no había profundizado todavía.
El caso de Nacho Peña es diferente: el actor también partía del humor pero aquí entrega un documental que es, a la vez, retrato de una personalidad muy singular (Arístides Moreno, padrino del Festivalito), celebración de la vida y también carta de amor al certamen. El humor aquí ha cristalizado en un dejar de buscar y lanzarse a contemplar, dejar de hacer ruido y sentarse a escuchar. La pieza, filmada en formato cuadrado y tratada con un filtro añejo como si se tratase de una antigua cinta de vídeo, es una de las grandes piezas de la edición a pesar de su sencillez. En cierto modo es un error introducir planos aleatorios de otros participantes como manera de generar un clima de comunidad y afecto entre todos los invitados, pero el testimonio de Arístides se superpone a esas decisiones formales que corren el peligro de interpretarse como un cliché. No es nada sencillo trasladar el puro amor por la vida en unas imágenes que no traten de imponer su ideología en ningún momento. En esa decisión de proponer una obra lo más contenida posible se transparenta la templanza de una cierta madurez.
Hablemos de Hakta, la pieza de Cándido Pérez de Armas que obtuvo en el certamen los premios a Mejor Cortometraje, Mejor Fotografía, Mejor Maquillaje y Premio del Público. Hakta comienza en un poblado aborigen, un mundo ancestral tan propio del universo del cineasta. El despliegue estético y la producción de esta travesía épica deja en pañales a En busca del fuego (Jean-Jacques Annaud, 1981), quizás su referente más cercano. La huida de una sociedad salvaje desemboca en un hermoso epílogo a orillas del mar. Quizás la música para saxofón de Colin Stetson tiene poco que ver con el universo sonoro de una tribu aborigen, ¿pero no le otorga acaso una identidad propia esa particular extrañeza de la banda sonora? Es un resultado que deja claro lo que puede ocurrir en el Festivalito cuando se juntan ambición y talento, y cuando se lleva el estilo propio hasta las últimas consecuencias, sin temor a incendiarse en el proceso. Si Ápice (2020) había sido la sublimación de su estilo, Hakta intenta ir más allá, se desborda a sí misma, cuenta más de lo que cuatro minutos pueden abarcar (este es siempre uno de los grandes desafíos del Festivalito, que la ambición del relato pueda hacer que el corto parezca un simple trailer de algo mucho más grande). Esto aquí ocurre especialmente porque, a diferencia de Ápice, aquí los planos duran mucho menos tiempo, su paso por la pantalla es tan incandescente como fugaz. Algunos efectos digitales, propios de unos personajes en el que los alucinógenos están presentes, también ayudan a “disfrazar las imágenes”. Uno de los cineastas canarios con mayor aliento estético no tiene por qué esconder su material, no necesita distraer con el ritmo frenético de su montaje, no hace falta que encaje la luna en el plano cuando reencuadra a sus intérpretes, no debería desconfiar de exponer sus imágenes durante demasiado tiempo en pantalla, pero la energía de Cándido Pérez también es propia de su forma de mirar el mundo y de relacionarse con él, su personalidad arrolladora también se filtra en esa sucesión ingobernable de imágenes que luchan con el propio relato por imponerse una sobre otras.
Más cosas que celebrar, la presencia de dos intérpretes que han revolucionado las imágenes del Festivalito: Jacobo Santiago y Cynthia Centol. Cynthia repetía presencia en el festival, Jacobo es el auténtico descubrimiento actoral de la edición. Actriz y actor llenan de verdad todo cuanto hacen, las imágenes se transforman, Centol hace que cualquier relato parezca creíble, su espontaneidad y el convencimiento de su expresión son arrolladoras, y la mirada de Santiago permite que las imágenes resuenen con una fuerza atronadora. El actor se llevaba el Premio del festival a la Mejor Interpretación por el conjunto de sus trabajos, que iban desde lo enigmático hasta grandes ejercicios de ternura como el de su personaje en el hermoso Estrella (Facundo Tosso). El caso de Natalia Prieto, Mejor actriz de esta edición, es otro de los casos mágicos que suceden en este certamen: la intérprete viaja a la isla con la única intención de conseguir material que pueda servirle para un videobook potencial, produce su propia pieza con el mismo título, Videobook, propone a Borja Texeira y a Adrián León Arocha como directores de dos distintos bloques dentro del cortometraje y genera una disección del mundo del artista que termina entre cubos de la basura como representación de un mundo en el que hay que cambiar demasiadas cosas. La accidentada pieza puede leerse también como toque de atención a unas dinámicas en la que los cineastas no han propuesto papeles especialmente interesantes y complejos para los intérpretes que se acercaron este año a la isla. Prieto participaba en otra pieza interesante, El juego, de Jonathan González, que propone una de las imágenes más icónicas de esta edición precisamente con esta actriz como protagonista, gracias a un relato sobrecogedor. Quizás una estructura partida en dos hubiese beneficiado a este cuento que se inicia con una ouija y que tiene también en las expresivas Laura Jiménez y Marta Fuenar a otras dos grandes intérpretes.
Volviendo a la presencia de Jacobo Santiago, el actor encarnó al protagonista de la pieza de un curioso hermanamiento: el Colectivo Les Nietes, una divertida unión de los cineastas David Pantaleón, Samuel M. Delgado y Helena Girón junto a la directora de arte Leonor Díaz, que trabajaron conjuntamente para sacar adelante la pieza Belleza cósmica, una pequeña oda que comienza como curioso manual de autoayuda y que acaba despertando la presencia de platillos volantes en el pueblo de El Paso. La iniciativa de Pantaleón ha permitido que cineastas tan importantes para la cinematografía canaria como Delgado y Girón acaben también participando en el certamen, con la riqueza artística que conlleva su presencia. Algunos errores en la edición de sonido impidieron que la pieza llegase al público de la mejor manera, pero bien es cierto que la obra contenía algunas de las imágenes y ocurrencias más hermosas de esta edición.
Test Screening, de Juan Alfredo Amil, planteaba los miedos e inseguridades del creador a la hora de enfrentarse, por vez primera, a la opinión de otras personas que asisten a la proyección de su última película. El cineasta convirtió el test screening real de su futuro largometraje documental en caldo de cultivo para construir una pieza alrededor. Armado con una cámara de 360º, las imágenes se tornan progresivamente más oscuras cuanto más avanza el relato. Los miedos se apoderan del personaje, la mirada fija en las palabras tras la pantalla del ordenador, las reseñas negativas se agolpan en sus ojos mientras el semblante muestra su sentimiento de desolación. De repente un “gracias” aplaca todos esos miedos, todas esas inseguridades. Sin planearlo, con la única intuición de ir a grabarse a sí mismo en el proceso, quizás como autoterapia para poder enfrentarse a la proyección de su propio proyecto, el director ha creado un homenaje al cine como catalizador de emociones en los otros que están totalmente fuera del control del creador. En esa idea de enfrentarse a lo desconocido con la cámara en la mano hay algo muy valiente. Quizás pueda servir como motivación para un gran creador como Tomas A. Wilhelm, que encontró en la fuente junto a la plaza de El Paso una de sus ideas habituales para filmar Dos francos: la fuente entendida como auténtico pozo de los deseos, otro genio de la lámpara que modifica la realidad al antojo de los protagonistas. De repente un lugar anodino del pueblo toma otro significado gracias a los imponentes planos detalle tomados por el cineasta. Todo tiene el particular sabor de frescura, vitalidad y velocidad propios del cine del realizador. En el desarrollo del relato nos encontramos abruptamente con las historias de otros personajes que también arrojaron en su día alguna moneda a la fuente y ahora ven cumplidos sus deseos. La exposición es tan abrupta que puede resultar difícil entender este cambio repentino de foco, esas otras historias que de repente confluyen porque la fuente les conecta con la última de las historias. Pero el problema no es tanto lo formal como la temática en sí: Wilhelm ya ha explorado con otras de sus piezas anteriores esta idea y aquí termina por desembocar en el mismo lugar, lo que hace inevitable desear que se atreva a escapar de ese lugar recurrente y pueda enfrentarse a nuevos territorios en el futuro.
Y finalmente, otro motivo para celebrar y quizá el que el firmante considera el más importante de todos: ver crecer a cineastas que hicieron algunas de sus primeras piezas en el Festivalito y que ahora, de alguna manera, muestran una mirada mucho más adulta: Anatael Pérez, quien comenzase allá por 2016 proponiendo pequeñas piezas protagonizadas por los soldados storm-troopers de la saga Star Wars, de repente este año, seis ediciones más tarde, ha ofrecido el testimonio más desgarrador en relación a la erupción volcánica. La luz roja se plantea como un sueño en el que todo se va volviendo familiar conforme la protagonista palpa los recuerdos de su pasado. La apariencia de un monstruo rojizo lo oscurece todo, y un despertar final nos devuelve a una realidad más trágica que cualquier pesadilla. La estructura en tres actos, la ausencia de diálogos y la interpretación de su protagonista lo sitúan en una esfera muy hermosa. La emoción de lo vivido en primera persona por el cineasta lo empuja a incluir unos rótulos finales que podrían discutirse, pero no arruinan la carga emocional de la propia pieza ni su efectividad para representarla. Lo mismo ocurre con el caso de Aída Santana, una artista que aterriza en el festival desde el mundo de la fotografía, que el año anterior entrega un ejercicio sencillo como manera de enfrentarse a sí mismo y a su propia corporalidad, pero que de repente propone con Romper el silbo una obra profundamente terminada, de carácter inquietante, con el sabor de un auténtico thriller y con las tradiciones canarias de por medio gracias a la presencia del salto del pastor como protagonista del relato. Y finalmente también hay que hablar de Adrián León Arocha, cineasta que empezó a participar en el Festivalito cuando aún era un adolescente y que este año entrega, con Fragmentos de mediodía, la pieza de un cineasta que ha terminado de moldearse a sí mismo, de encontrar qué desea contar y cómo quiere expresarlo en imágenes. León Arocha, que siempre ha transitado en torno al documental observacional, recorre los rincones de El Paso con la mirada de quien se enfrenta a un lugar nuevo pero sabe dónde se encuentra el foco de las contradicciones, las aristas de lo social y los territorios de la soledad más amarga. El silencio atraviesa la pieza pero no hacen falta palabras, es tanto un retrato de un lugar como una carta de amor al ejercicio de filmar desde la absoluta libertad. Haber sido testigos de la evolución de estos tres autores es uno de los grandes privilegios que nos ha regalado este festival.