“No podemos renunciar a nuestra esencia”, decía José Víctor Fuentes, director del Festivalito de La Palma, a propósito de los peligros de proyectar durante la semana La ciudad oculta, el largometraje de Víctor Moreno premiado en el Festival de Sevilla, que renuncia a toda narración convencional y se abandona a la exploración del subsuelo de Madrid como si se tratase de un filme de ciencia-ficción. Aquella película no casaba con el resto de las propuestas con las que se pretendía llegar a los públicos de los Llanos de Aridane y de Santa Cruz de La Palma, pero el cineasta ha formado parte del Festivalito desde sus inicios y el responsable del certamen sabía que, de algún modo, es imposible no contar con el nuevo proyecto de alguien que forma parte del ADN de todo lo construido hasta el momento. Era un gesto pequeño pero una gran manera de recordar de dónde viene este festival y qué significa para la cinematografía canaria.
Pero el elemento principal, como ya es tradición, no es tanto lo que se proyecta durante la semana como lo que se propone filmar en ella: un cortometraje de cuatro minutos impulsado por el lema “Ha llegado el momento…”, que dejaba el horizonte creativo más abierto quizás de lo que nunca antes había estado. Más de doscientos participantes y más de cincuenta cortos en la sección Andrómeda (categoría que aglutina los trabajos presentados por cineastas ya experimentados en el mundo del cortometraje) suponen números que vuelven a certificar el éxito del festival así como la salud del cine hecho en las islas, amparada por una juventud llena de talento y recién llegada llamada a protagonizar uno de los momentos más dulces de su esquiva historia.
Es interesante, y casi obligado de cara a seguir mejorando, reflexionar en torno a las formas que llevaron a escoger una selección de trabajos que formasen parte de la gala final a modo de “nominados” para unos posibles reconocimientos durante la clausura. Después de diversas fórmulas llevadas a cabo en los últimos años, en esta edición se planteó la posibilidad de que fuese el propio público asistente a la proyección general, que tiene lugar el día anterior a la gala de premios, quien seleccionase con sus votos las piezas que debían formar parte de esa selección final. Una votación abierta a cualquier espectador, no sólo a los cineastas presentes en la proyección (la necesidad de ofrecer a ese público herramientas con las que valorar los trabajos es uno de los grandes motivos por los que tiene sentido seguir haciendo crítica). Esta decisión, inevitablemente, favoreció a aquellas propuestas con el desenfado como arma, esto es, el chiste filmado, el gag como reclamo en sacrificio del relato y por supuesto a otras fórmulas, basadas siempre en la complicidad con el público, en las que la temática aplasta a cualquier consideración formal: el feminismo, el lema nombrado a viva voz, el maltrato, las víctimas de la Guerra Civil, el thriller y la ciencia-ficción como géneros sobre los que poder jugar sobre seguro…
Es importante no perder de vista que la esencia del Festivalito nace desde el humor (y debe serlo, por el espíritu que lo impulsa), y supondría un error también gravísimo que el humor no esté presente, pero la demoledora hegemonía del chiste fácil quizás sea demasiado castigo para aquellos cineastas que buscaron en la experimentación formal y en la búsqueda de nuevas formas narrativas el gran valor de sus piezas. Un festival que programa un taller de realidad virtual como actividad paralela, señalando con ello su compromiso con las nuevas formas de hacer y de narrar, debería proteger en cierta manera que sus participantes también las busquen.
Así las cosas, quedaba fuera de competición una de las piezas más interesantes de esta edición: Espagueti, de Fernando Alcántara, ejercicio fílmico lleno de autenticidad que, lejos de jugar a imitar la gramática reconocible del cine clásico, la integraba como parte de un lenguaje personal sobre el que poder representar los tensos instantes previos a un duelo a cuchillo entre dos mujeres. Ocurrió algo similar con Styx, de Kristoph Tassin, que protagonizaban unos jóvenes que ya habían participado un año antes y que también venían a traer al festival su frescura y su envidiable libertad creativa. Otro cortometraje que quedaba fuera y al que tal vez había sido bonito premiar por su capacidad de riesgo era Los 40, de Juanjo Neris, que buscaba representar en un solo y virtuoso plano secuencia las elipsis vitales que nos llevan a la edad adulta y a plantearnos cuándo se nos ha escapado nuestra vida mirando hacia otro lado. Quizás la severa dificultad de poner esta idea en imágenes exigía mucho más tiempo de preparación para conseguir una ejecución sólida y el resultado sea algo irregular, pero no por ello menos estimulante.
Quien sí pasó a la selección final y terminó obteniendo el premio al cortometraje más destacado de la edición fue Palmero, de Víctor Hubara, puede que uno de los chistes filmados mejor conseguidos del certamen, filmado con sutileza al ritmo de Arvo Pärt y manejando los tiempos de manera ejemplar para hacer girar lo que parecía ser un drama introspectivo hacia los terrenos del gag, interpretado de forma también sublime por el propio Hubara. Otras piezas interesantes en este mismo registro humorístico fueron Lili, de Cayetana H. Cuyás, que también esperaba al último instante para desmontar con humor una hermosa e imposible autobiografía. También Check Out, de Octavio Guerra, hermoso epílogo tras todo el trabajo con su documental En busca del Óscar (2018) y que narra las últimas horas en la vida de un suicida con un humor muy personal y que se alzó con el premio a la distribución internacional de la mano de la distribuidora Digital 104, que desde hace unos años entrega el que para muchos es el premio más jugoso del certamen por razones obvias. O la ocurrencia de Hombres con fantasía, de Óscar Santamaría, que tomaba la figura de César Manrique para transformarla en un villano con el deseo de atentar contra los Estados Unidos al grito de “Ecología o muerte” (atención a la manera en la que el falso documental gira hacia una expresión abstracta fagocitada por las sombras, propia del mejor cine contemporáneo) o, entre otros cortometrajes muy divertidos, Ipanema, de Emilio González, cuyo desenfado también conviene reivindicar por la forma en la que, en apenas cuatro minutos, concibe un relato en el que ocurren un sinfín de pequeños accidentes y donde la pretensión autoral no tiene cabida, sólo la libertad y la pura invención narrativa. Balada, de Anatael Pérez, protagonizó el acto terrorista por excelencia en la historia del certamen, dividida en tres hilarantes actos y presentados bajo el nombre de distintos autores para que se pudieran proyectar de manera sucesiva. Todos los problemas de la vida cotidiana se pueden solucionar evocando las melodías de los dibujos animados de los ochenta, a modo de infalible ritual fantástico. Si bien es indiscutible que se trataba de una de las propuestas más divertidas de esta edición, una sola pieza terminaba acaparando doce minutos. Conviene cuidar estos gestos de cara a la salud del Festivalito y a la imagen que proyecta al exterior, amén de que al contar por tres piezas individuales, con esta pequeña gamberrada se quedaban fuera otros dos potenciales concursantes que también podrían haber participado con su cortometraje en la noche final. Más que una tarea del festival, deberá ser una cuestión de responsabilidad futura por parte de los propios participantes.
En otro registro donde el thriller y el drama eran los protagonistas absolutos (mucho más que en otras ediciones, espoleados por ese tono de urgencia que parecía marcar el lema de este año), destacaron No signal, de David Sainz, tenebroso cuento con moraleja que parecía dejar en entredicho los peligros de fiarse de las apariencias y que ofrecía uno de los planos más hermosos del festival: una imagen desde el cielo que sigue al vehículo que protagoniza la historia y que sirve como cierre para la pieza. Conviene celebrar la existencia de un plano filmado con un dron que, por fin, sirve con eficacia a los intereses narrativos de la historia que se desea narrar. También brillaron las virtudes de Jacaranda, de Cándido Pérez de Armas que, si bien optaba por un relato a punto de cruzar la peligrosa línea del cliché melodramático, mostraba las que quizás fueran las capacidades narrativas más poderosas de todo el certamen: un uso ejemplar de la cámara lenta para representar los hechos del pasado, o esa habilidad casi imperceptible pero sumamente virtuosa con la que colocar siempre la cámara en el lugar exacto desde el que contar las cosas de la mejor manera posible. Otra pieza que exhibía un gran músculo narrativo fue Nueces, dirigida por Lamberto Guerra y consagrada a un personaje atormentado e interpretado por él mismo, que situaba al Festivalito en un terreno en el que todo es posible: un cortometraje más cercano al cine de David Fincher que al verdadero aspecto que debería tener una pieza concebida en una semana. Pulso para narrar, elección contundente de los planos, buena dirección de actores y control en los posibles excesos al revelar la verdad de los acontecimientos. Ocurría lo mismo que con Los 40, de Juanjo Neris: su único enemigo ha sido la profunda ambición de concebir una pieza como esta en un certamen de tan fugaz desarrollo. La creación interpretativa de Lamberto Guerra, en un corto centrado casi por completo en su capacidad actoral era uno de los grandes momentos en torno a los trabajos de los intérpretes que se dieron cita este año en La Palma. Obtuvieron el reconocimiento del jurado Adrián Torrijos gracias a una divertida y espontánea creación para Mariposas, dirigido por Andrea Zoghbi (directora a la que también habría que destacar por varias interpretaciones sobresalientes), y Lorenza Machín, a quien convendría pensar si acaso el premio de Mejor Actriz del Festivalito no debería llevar su nombre: no tanto por la cantidad de veces que lo haya obtenido, sino por lo que supone esta mujer en el entorno del festival y lo que significa para sus participantes.
Otros cortometrajes que escapaban de este contexto eran Zapato roto, hermoso trabajo de Domingo de Luis centrado en capturar la mirada de un niño de la isla y sobre la que se construía una sencilla ficción en torno a la ausencia de posibilidades. Renacer, de Agustín Domínguez, tal vez la pieza de mejor acabado técnico de todo el festival, que basaba en el empoderamiento femenino su principal mensaje, a través de hermosas y virtuosas imágenes que luchaban, en algunos momentos, por zafarse de los códigos propios del lenguaje publicitario para poder construir un relato con identidad puramente cinematográfica. Y la sorprendente Salatka, de Rut Angielina, también de las piezas de más asombroso acabado en el apartado técnico, que trataba con cinismo el hermoso e impoluto aspecto de postal de la era Instagram y la poesía de sabor preconstruido, y cuya bofetada final terminaba funcionando del mismo modo que un truco de magia inesperado, para bien y para mal.
El premio del público (y también una mención destinada a premiar al mejor cortometraje de temática social) recayó en Amarás al prójimo, de Vasni Ramos, cortometraje planteado en torno a una conversación entre un sacerdote y un desconocido que hace tambalear las convicciones del primero. La pieza parece nacer de una profunda necesidad interior por expresar una opinión personal, por hacerse escuchar, por poder hablar con alguien a través de las imágenes. ¿Hay acaso algo más bonito que pueda permitir el acto de hacer cine? Era evidente que Amarás al prójimo estaba hecho con más corazón que cabeza y, por tanto, a la pieza le resulta inevitable controlar, en su tramo final, un exceso de subrayado propio de cuando algo nace del apasionamiento y no de la reflexión. Si bien el cortometraje estaba construido en base a una sencilla sucesión de plano y contraplano entre ambos personajes, había un detalle que lo salvaba de una puesta en escena anodina: cuando el sacerdote comienza a sentirse interpelado y violentado por el discurso del desconocido, la representación cambia y es ahora sobre los perfiles de los actores donde se juega el relato. Una decisión en la que podía percibirse la madurez narrativa del cineasta.
Es tarea difícil mencionarlos a todos, a pesar de que muchos más lo merezcan. Mencionar eso sí a uno finalmente a modo de epílogo: Sospechoso, de Adrián León Arocha, una pieza de dos minutos que nacía de la necesidad de filmar algo por parte del cineasta en un impulso que nació durante las últimas horas que quedaban antes de entregar los proyectos en el día de la proyección. Adrián León filmaba simple un plano de las calles de Santa Cruz tratando de buscar una historia. Alguien se movía delante de la cámara, allí a lo lejos, y entonces parecía que iba a suceder algo, pero nunca sucedía. Era una pieza en la que podría decirse que no ocurría nada, pero a la vez estaba ocurriendo todo: Sospechoso viene a resumir la esencia del Festivalito, en donde lanzarse a la calle con una cámara esperando encontrarte con lo inesperado es algo posible. El gesto de Adrián León con su cámara viene a recordar precisamente eso: que, gracias al cine, en La Palma todo puede ser y seguirá siendo posible.