Sirvan estas líneas como repaso de lo pensado, lo vivido y lo sentido durante la 67ª edición del Festival de Cine de San Sebastián celebrado en 2019.
Joker (Todd Phillips) – El Joker sufre alucinaciones que se cuelan en el relato, y la propia historia podría ser fruto de una alucinación, en tanto que entremezcla acontecimientos del universo del superhéroe para sumirlos en un caos que nada tiene que ver con la continuidad del murciélago. La figura del villano de cómic es más bien un pretexto, un punto de partida (y un sugerente fondo en el que el mito resuena continuamente) para poder revisar otras filmografías: Joker es en realidad un trasunto del cine de Scorsese de la década de los 70, pero cuando el relato aumenta sus dimensiones y sus decibelios, Todd Phillips apuesta por Nolan y su nuevo imaginario, poniendo en evidencia las costuras del artefacto. Lo que queda es una exhibición portentosa de Joaquin Phoenix que da sentido a una película llena de eslóganes sobre la enfermedad mental que, si bien nacen desde una cierto espíritu noble, pueden resultar peligrosamente reduccionistas. Es la película perfecta para un personaje como este: una con muchas buenas ideas en su interior, pero en la que también conviven cuestiones muy problemáticas.
Giraffe (Anna Sofie Hartmann) – En Giraffe habitan dos películas: una mujer que viaja por trabajo para estudiar una vivienda a punto de ser demolida, y una mujer que se enamora de alguien mucho más joven que ella. El gran triunfo del filme no es el de unir ambos relatos, que a veces parecen pertenecer a mundos diferentes, sino el de filmar todo desde el mayor distanciamiento posible sin renunciar a una historia profundamente sentimental. Esta operación pone en juego, en realidad, la naturaleza de ambos relatos: una historia de amor en el epicentro de una relación estrictamente profesional, como bien muestra el frío informe final, superpuesto a las imágenes de la vivienda. La delicadeza de Hartmann a la hora de filmar no renuncia a una precisión de las formas, a unos encuadres que tienen más que ver con el estudio arquitectónico que con la puesta en escena tradicional. Incluso desde esa aparente frialdad, incluso con el disfraz del distanciamiento formal, Giraffe es uno de los grandes relatos sentimentales de la temporada.
Atlantique (Mati Diop) – En Atlantique se unen fantasmagoría y deseo. Parece una película que aborda el cine social de la única manera en la que no se puede aleccionar: desde el misterio. Todo se mueve a través de una fantasía policiaca, en el caso del incendio de una vivienda que se vuelve más turbio conforme avanza la investigación. Los obreros de la construcción de uno de los rascacielos de la ciudad claman por su salario, convertidos después en espíritus que vagan atormentando al empresario. Si bien la trama policiaca está firmemente anclada en la tierra, la película está atravesada por lo fantasmagórico, por el espíritu del mar que siempre acecha, y el interesante equilibrio que propone el cineasta se manifiesta en una película tan sugerente como su premisa, tan desprejuiciada como brillante, tan turbadora como entrañable Una película a la que volver.
The Song of Names (François Girard) – El autor de El violín rojo (1998) sigue fascinado con el poder de la música para transmitir emociones y con la idea de que su mensaje pueda atravesar épocas enteras, pero a veces esa fascinación se convierte en pura admiración, lo que no ayuda mucho a concebir la película evitando el ensimismamiento. El otro problema es que, en fin, John Corigliano ha sido sustituido por Howard Shore, con lo que la banda sonora de la película, que siempre fue el gran canal comunicativo de las películas de Girard, es solvente, eficaz y sólido, pero nunca presa de un discurso que se justifique por sí mismo. Lo que queda es una película llena de pasión por la música, y también de amor a la humanidad, pero que acude continuamente al salto temporal, auténtica marca de la casa, como forma de disfrazar sus carencias. Sin su sobresaliente apartado técnico, la película se desmoronaría por completo.
Algunas bestias (Jorge Riquelme Serrano) – A diferencia del cine nórdico y centroeuropeo más crudo del presente, ese que plantea situaciones de una dureza extrema pero que nunca se atreve a sugerir soluciones, la terrible fábula de Riquelme Serrano se atreve a decir que nada puede cambiar jamás. El relato empieza en una isla alejada de la civilización en donde una familia planea pasar el fin de semana. Tres generaciones juntas que, a pesar de sus evidentes diferencias, intentará disfrutar de la convivencia en armonía. Una armonía que durará lo mismo que dura un turno en el Dixit: las confrontaciones van apareciendo poco a poco y la isla se convierte en un encierro a la manera más cercana a Buñuel. El pulso con el que filma Riquelme Serrano y la manera en la que usa a los actores es aún más aterradora que lo que ocurre en la pantalla. Un auténtico ejercicio de puesta en escena, pequeña e imperfecta obra maestra, en torno a la ubicación de los seis personajes en el espacio y a la manera de revelar, progresivamente, sus verdaderas intenciones.
La red avispa (Olivier Assayas) – ¿Qué puede interesar a un director como el francés Olivier Assayas de la red de espionaje cubano tras la caída de la Unión Soviética? Es posible que, en realidad, no sea tanto el argumento ni sus implicaciones políticas como la oportunidad de plantearse cómo demonios narrar una historia tan compleja, cómo contarla de la mejor manera posible. Una especie de desafío narrativo en el que no haya espacio ni para la simplificación ni para la complejidad gratuita. El resultado es que Assayas firma una película que nace desde una evidente vocación comercial y que puede leerse como una película más de espías o como simple documento histórico pero que, si uno escarba en la superficie, puede apreciar que aún sin grandes gestos visuales el cineasta ha encontrado una manera certera y concisa de narrar los acontecimientos más propia de un maestro que de un simple divulgador.
Zombi Child (Bertrand Bonello) – El autor francés ha decidido marchar a Haití con el deseo de encontrar un nuevo imaginario con el que idear historias que se alejen de su filmografía. El escenario propone un acercamiento a la iconografía propia de Jacques Tourneur en torno a una historia de zombies donde se van a mezclar fantasmagoría, adolescencia y apropiación cultural. Hay un zombie en la película, pero Bonello también se preocupa por mostrar a los jóvenes como tales, haciéndoles cantar a coro una canción contemporánea en el que la ridiculez de la letra deja a toda una generación en evidencia. No lo hace porque no entienda a esos jóvenes, sino porque espera grandes cosas de ellos y desea sacudirles con este mensaje. Es evidente que el realizador experimenta y se deja llevar por las posibilidades de su propio argumento y por las del lugar. Toda una demostración de capacidad del autor para reinventarse desde el humor y dinamitar con valor su propio cine.
Diecisiete (Daniel Sánchez Arévalo) – El realizador de Azul oscuro casi negro (2006) o Primos (2011) plantea el relato entrañable de un adolescente problemático y un hermano mayor desbordado ante la situación, escrita a modo de road movie en la que ambos recuperarán los lazos que les unían en el pasado. Sánchez Arévalo ha concebido una película entrañable, en la que todo está en su sitio porque el realizador cree firmemente en la fuerza del texto. Quizás lo único que reprocharle sea, precisamente, esa excesiva literalidad, esa sensación de que nada hay en la película que no salga del papel pautado, lo que pone en peligro la espontaneidad de una historia que revela, casi en cada secuencia, el afecto con el que está escrita.
Nematoma (Ignas Jonynas) – El punto de partida de este filme es la crítica hacia un sistema que engulle a sus propios ídolos: el protagonista finge ser ciego para poder acceder a un concurso televisivo y desarrollar su pasión por el baile. Pero también hay una subtrama alrededor en torno a las turbiedades de su pasado y a alguien que clama vengarse. Nematoma funciona a golpe de ese tremendismo, de la necesidad de que todo esté movido por un gesto grandilocuente. El humor de la película, además, generado en ocasiones por el impedimento físico del personaje, se aleja de la ironía para desvelar una cierta ausencia de respeto. Cuando la subtrama acaba engullendo al concurso de televisión y un pistolero arquetípico dinamita lo poco que había de interesante en el relato, Nematoma acaba por precipitarse al vacío.
La luz de mi vida (Casey Affleck) – El célebre actor, autor de algunos de los más importantes filmes americanos de las dos últimas décadas, se atreve a dirigir un relato postapocalíptico muy en la línea de The Road (John Hillcoat) con un sentido del tempo narrativo muy particular y un dominio de las secuencias de acción propias de un maestro. Pero, en realidad, se trata de un armazón que sostiene el auténtico interés del actor/realizador, que parece movido por el proyecto también por encontrar un papel que le apasione hacer: un relato sobre cómo educar a alguien. El personaje trata de proteger a su hija y, en el proceso, tiene que explicarle lo que está haciendo. Si bien la fotografía de Adam Arkapaw es uno de los grandes reclamos (ojo a este director de fotografía, en un trabajo que bien podría remitir al mejor Roger Deakins), y la música de Daniel Hart juega también un papel fundamental, el gran pilar es la palabra, el verbo que llega hasta la niña y que ha de moldear a la persona que será en el futuro.
Rocks (Sarah Gavron) – Al principio la cámara muestra a un grupo de chicas en una azotea, bailando, bromeando y pasando el tiempo. Las imágenes se intercalan con las grabaciones de sus móviles, libres y caóticas. En esos compases parece que estuviéramos ante la película más libre, más espontánea y fresca de la temporada, con unas jóvenes además que no temen contagiar esa alegría compartida. Pero el filme gira muy pronto a los terrenos del drama social y entonces se establece una tensión entre su argumento, el de una adolescente que debe hacerse cargo de su hermano menor tras la desaparición de su madre, y el deseo de huir de todo lugar común del género. Esa huida propicia una película interesante a través de la que se cuela la fascinante del comienzo, cuando su relato respira y podemos volver a contemplar esas vidas filmadas en su naturalidad.
La hija de un ladrón (Belén Funes) – Sara continúa a la fuga, como en aquel primer corto de Belén Funes. La protagonista tiene un bebé, un hermano desprotegido y un padre que acaba de salir de la cárcel, y debe lidiar con todo ello a través de una cotidianidad que avanza contrarreloj. Y la cineasta acompaña al personaje como si, de algún modo, le ofreciese su apoyo y todas sus fuerzas: la ensalza en todo momento, celebra su rostro, sus tímidas declamaciones, su valiente enfrentamiento con el mundo. No la filma para mostrar su miseria, sino para que el personaje no camine solo. En una operación cercana a los primeros grandes filmes del nuevo milenio, la película no ofrece más información que la que plantea su propio título y algunas pistas racionadas a lo largo del relato. Como en el cine de los hermanos Dardenne, Belén Funes huye de la búsqueda de imágenes significativas porque sabe que, de algún modo, sería como si la autora deseara anteponerse a su personaje. Y ‘La hija de un ladrón’ no va de eso.
Patrick (Gonçalo Waddington) – Un joven es detenido y responde al nombre de Patrick. Sin embargo, en la comisaría es identificado como Mario, un niño desaparecido doce años atrás. Este descubrimiento le hace regresar a su hogar del pasado y a una vida en la que ya no tiene cabida. Si bien trata de adaptarse, Mario ya no existe y Patrick debe lidiar con todo lo que ha ocurrido. Waddington intenta contar esta desgarradora historia de las secuelas de un rapto a través de una decisión interesante: no mostrar nada, eludirlo todo, evadir explicaciones de lo que sucedió antes y de lo que está sucediendo, para mostrar aún más desprotegido y desorientado a su protagonista. Se diría que el cineasta le acompaña pero nunca le tiende la mano. La consecuencia de estas decisiones es que la película también queda eludida, escondida, sorteada entre sus propios planos como si las imágenes estuviesen vacías. Al tratar de huir de todo lugar común, Gonçalo Waddington también ha huido de su propio relato.
Las letras de Jordi (Maider Fernández Iriarte) – Esta pieza documental arranca con unas manos que señalan letras en un papel y con la voz de la propia cineasta, que trata de adivinar las palabras. Y no hay más. Y esa lúcida sencillez se va a adueñar de toda esta pieza, consagrada a tratar de acercarse a un hombre con parálisis cerebral. En ese intento de entendimiento a través de la cámara (o con el pretexto de ella), la cineasta hace, quizá sin saberlo, un tratado sobre cómo un documentalista debería acercarse a cualquier tema: no hay demasiada crueldad ni demasiado candor, sino un equilibrio providencial e improbable. No hay trascendencia ni vocación aleccionadora, sino humildad por descubrir una realidad diferente. Iriarte lo consigue alejándose de los lugares comunes y poniéndose a sí misma en la pantalla, aceptando las limitaciones de su mirada pero también ofreciendo la honestidad de su punto de partida. El resultado es un pequeño regalo, una de esas películas diminutas que hacen grande a un festival.
Y llovieron pájaros (Louise Archambault) – Tres ancianos viven en una cabaña perdida entre los bosques canadienses. Su felicidad dura hasta que una joven fotógrafa acude a ellos buscando información sobre el incendio que ocurrió allí tiempo atrás. Ese reencuentro con su historia les remueve, les propicia una nueva vitalidad y los prepara también para el adiós. Cada personaje deberá lidiar con una situación diferente, con algo que resolver antes de despedirse. Y mientras, la fotógrafa intentará rescatar todas esas historias para que no se pierdan. El gran obstáculo de la película no es que Archambault haya intentado trasladar la novela de la que proviene con una literalidad en ocasiones perjudicial, sino sobre todo que en la búsqueda de una manera entrañable de presentar este relato ha optado por aletargar la narración, cosa que va en contra de la energía renovada de los ancianos y del momento agitado y emocionante que están viviendo, quizás porque la cineasta no haya encontrado otra solución con la que acercarse a ellos.
Parásitos (Bong Joon-ho) – Una familia de buscavidas traza un plan para poder ocupar, uno por uno, los puestos de trabajo que ofrece otra, una de las más adineradas de la zona. Parece divertido, y al principio lo es, todo parece un juego. Pero en algún punto del camino todo se transforma, como siempre en el cine de Bong Joon-ho, y tal vez lo haga de la forma más certera, más precisa, más afilada y sobrecogedora que nunca. El maestro surcoreano plantea una relación con el espacio digna de estudiar en las escuelas. Lo que termina por ser un thriller revela las tensiones entre ambas clases sociales. Una película de género armada con un poderoso discurso social. Una obra mayor.
Les enfants d’Isadora (Damien Manivel) – Esta película, asombroso prodigio de sensibilidad, comienza con una joven estudiando una coreografía de Isadora Duncan, que compuso como gesto de luto cuando perdió a sus hijos. La obra pasa entonces a una profesora y su alumna, y de ahí, tras la función, a una espectadora que ha vivido lo mismo que sufrió la coreógrafa. Y entonces la vemos caminar, lentamente, a lo largo del último tercio de película, el largo camino de vuelta a casa, esta vez con aquella experiencia del arte en su interior que, de alguna manera, ha logrado consolarle. La forma en la que Manivel filma las tres historias es conmovedora. También la forma en la que, despojándose de todo lo accesorio, termina encontrando la esencia de las cosas, la belleza de cada gesto. Es también la manera de huir de todo sentimentalismo, a pesar de que el gesto del cineasta es, en esencia, puro sentimiento. La nueva obra del joven autor de Le Parc (2016) es uno de los trabajos del año.
Lo que arde (Oliver Laxe) – Lo que arde parte de un western clásico para contar la historia de un pirómano que vuelve a casa tras pasar años en prisión. Pero la realidad es que no puede volver: ha sido expulsado por los vecinos, por el paso del tiempo, y por el propio lugar. Oliver Laxe se sirve de actores no profesionales y de un poderoso dominio de la narrativa cinematográfica para concebir un relato de tintes clásicos pero que no teme marcharse a la deriva para mostrar esa imposibilidad de estar en el mundo. De corta duración y de apariencia sencilla, es en realidad la obra ambiciosa de un autor que ha alcanzado aquí su plena madurez.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (José Luis Torres Leiva) – No es una película fácil de digerir: habla de la muerte, de dejar morir al ser amado, de acompañarlo hasta el fin y de llorarlo. Además sus formas tampoco son, desde luego, fáciles: los planos duran más de la cuenta, el formato se ensancha, la historia se fragmenta, y la mente corre el peligro de dispersarse. Y sin embargo, hay en ella un dolor transmitido con tanta poesía, tal visión luminosa de las cosas, tal inventiva, que sería injusto no darle a Torres Leiva todas las oportunidades del mundo. El cineasta juega a proponer pequeños cuentos como puntos de fuga y como formas de hablar de la misma pareja desde la metáfora, desde el sueño y desde el poema filmado. También acompaña a la pareja en silencio. La belleza de las imágenes choca con unos primeros planos en los que parece que los rostros han sido esculpidos, que tanto una historia de fantasía como esta otra, de amor y dolor, están hechas de la misma magia. Por muchos motivos, podría considerarse este filme como uno de los grandes triunfos de este festival.
La inocencia (Lucia Alemany) – La juventud de un pueblo sirve como caldo de cultivo a Lucia Alemany, recién estrenada en el mundo del largometraje, para retratar la vida cotidiana y ese convulso momento de una adolescente en la que se ve lanzada sin previo aviso al abismo del mundo adulto. Alemany ha sabido seguir de cerca a su protagonista sin perder de vista aquello que hace especial a esta pequeña película: retratar, de fondo y a veces como auténtico protagonista, la vida del pueblo que se filtra con toda su cotidianidad, con sus ancianas ansiando saberlo todo, con sus jóvenes en las canchas inconscientes aún de su ausencia de futuro, o con las fiestas tradicionales que lo inundan todo y que detienen el tiempo. Esa sensación de libertad es lo que sostiene a la película y, también, lo que la aleja de ciertos lugares comunes del género. A pesar de ciertas imperfecciones propias de la opera prima, La inocencia es una película llena de energía.
Así habló el cambista (Federico Veiroj) – El gran cineasta uruguayo, que ha estrenado en el festival todas sus películas, anuncia aquí un salto en las dimensiones de su cine (presupuestarias y argumentales) que plantea algunos problemas. Si bien el retrato paródico de la sociedad de los años setenta en plena crisis es tan mordaz como permeable a la situación contemporánea, se han perdido por el camino algunos gestos de Veiroj como cineasta que se beneficiaban profundamente de una cierta intimidad del relato, de las pequeñas dimensiones de su cine anterior. Un cine a la deriva, solitario, desacompasado, melancólico, sustituido aquí por una relojería de precisión suiza. Quizás quien suscribe quiso ver más de aquellas pequeñas películas y no supo ver las virtudes de la nueva de esa etapa del cineasta que comienza aquí.
Retrato de una mujer en llamas (Celine Sciamma) – La autora de la fabulosa Tomboy (2011), aquella lúcida e íntima película que seguía a una niña que se sentía un niño desde muy pequeña, ha dado un salto aquí hacia la película de madurez. Con guion propio, pero como si se tratase de un antiguo texto teatral, Sciamma construye el romance entre dos mujeres en el siglo XVIII: una debe pintar a la otra, encargo de futuro retrato de bodas. En ese proceso, en el devenir artístico y en la cotidianidad compartida, se fragua una relación continuamente verbalizada pero que también ofrece pequeñas decisiones de puesta en escena que conviene celebrar. Especialmente, la forma en la que la cineasta, consciente de sus limitaciones y sin temor alguno a explorar nuevos territorios, prescinde y rechaza muchos lugares comunes para poder encontrarse con una voz personal. El resultado es desigual, y en ocasiones pesa de una cierta adolescencia creativa, como por ejemplo en la manera en que no se atreve a cerrar el filme sin antes dar una pincelada previa que también serviría como cierre al relato. Una manera de expresar una cierta incapacidad para decidir, pero al igual que la pintora, que decide pintar el cuadro nuevamente, son gestos de una cineasta valiente que se atreve a decirnos que aún continúa aprendiendo.
La trinchera infinita (Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga) – Los autores de Loreak (2014) y de Handia (2017) han concebido una película que empieza en 1936 y atraviesa toda la historia de España. Pero no lo hacen observando al país, sino tras un muro, en un escondite en el que el protagonista, Antonio de la Torre, permanecerá durante años ante el temor a las represalias de la Guerra Civil. A diferencia de otros thrillers cuyo único reclamo es el uso de una sola localización (La trinchera infinita es ante todo un thriller, por encima de su condición de documento histórico), la película construye sus tensiones internas a partir de la confrontación con su esposa en el exterior del escondite, condenada a esconder a su marido durante décadas. De ahí surge un filme que nunca persigue el efecto fácil, sino una inteligente y contenida construcción de la inquietud al ser descubierto, en una película que filma rendijas y traseras de espejos como forma de hacernos sentir también atrapados. En la llegada a la madurez de estos autores debería encontrarse uno de los grandes triunfos de esta Sección Oficial.
The Audition (Ina Weisse) – ¿Una película en la que la música es un elemento más del día a día, y no el don mágico de un loco incomprendido? The Audition empieza como un tímido cuento cotidiano en torno a una profesora de violín y va desvelando, poco a poco, un obsesivo afán de perfeccionismo bajo el que se esconden un buen número de frustraciones vitales. La protagonista deberá reconocer esta obsesión antes de hacerle la vida imposible a su mejor alumno, víctima de este proceso autodestructivo. No hay grandes aspavientos, ni movimientos de cámara virtuosos, todo se juega en las miradas y en réplicas verbales escogidas con cierta prudencia. Si bien el argumento no deja de coquetear en todo momento con los lugares más lamentables del drama clásico de sobremesa, puede apreciarse en ella una huida de clichés gramaticales y golpes de efecto que convendría celebrar.
La verdad (Hirokazu Koreeda) – El autor de ‘Nadie sabe’ (2004) cambia su Japón natal por una Francia en la que una actriz veterana se enfrenta a su familia y a una repentina crisis interpretativa. No deja de ser una película propia de Koreeda gracias a la libertad con que filma y con la que permite que los actores se muevan en el espacio, provocando una frescura que da sentido al relato en sí mismo, pero lo más interesante es ver qué diferencias aparecen tras este salto cultural. Y el gran aliciente es ver que, si bien Juliette Binoche o Ethan Hawke se pliegan con naturalidad a este estilo de filmar, Deneuve acapara la película a partir de su energía ingobernable. Una actriz célebre que choca, de repente, con todas las herramientas con las que el cineasta transforma sus relatos en una hermosa celebración de lo cotidiano. Esta divertida colisión ha generado, en apariencia, un resultado interesante para ambos.
Weathering With You (Makoto Shinkai) – Nuevo filme de animación del autor de ‘Your Name’, anime que tuvo una acogida sorprendente y que rescataba las mejores virtudes de Shinkai. En este nuevo trabajo el realizador se centra en un joven que ha escapado de casa y se enamora, en plena gran ciudad, de una chica con la habilidad de cambiar el clima y hacer salir el sol. Todo es una gran metáfora: hacer salir el sol como símbolo de optimismo, como manera de estar junto a alguien con una personalidad constructiva. Como ocurría también en el anterior filme, Shinkai le da vueltas a esta trama fantástica a golpe de canción pop adolescente y de efectos visuales sorprendentes. Pero su auténtica virtud reside en la forma con que celebra incluso lo más pequeño: en las películas de Shinkai, la auténtica protagonista es la belleza de la naturaleza, los pequeños gestos y la felicidad que se oculta en lo cotidiano.
Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar) – Partiendo de los últimos días de Unamuno y del final de la Segunda República, Amenábar construye un relato en el que parece hablar de la imposibilidad de conciliar las diferencias de opiniones en un país donde «siempre hay gresca». El cineasta adopta un espíritu sentimental con el que acercarse a este delicado tema con un cierto cuidado, resaltando la importancia de ser honesto siempre consigo mismo. Pero como ocurre en sus últimos trabajos, su trazo grueso a la hora de narrar y la ausencia de la energía que atravesaba sus primeras películas sitúan a esta en un terreno descafeinado que es probable que, efectivamente, no moleste a nadie, pero que también sea la manera de no remover consciencias ni en un lado ni en otro.
El faro (Robert Eggers) – Willem Dafoe y Robert Pattinson protagonizan este tenebroso cuento de terror psicológico en una isla abandonada mientras se hacen cargo de su faro. Tal y como ocurría en El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), absoluta heredera de aquella, los fareros acabarán presa de sus propias ensoñaciones terroríficas. Una película que ya vale la pena solo por las poderosas creaciones de ambos intérpretes, especialmente la de un Willem Dafoe insuperable. Si acaso habría que matizar las conquistas de un realizador que convoca demasiadas referencias cinéfilas con el deseo de legitimarse a sí mismo.
Les Miserables (Ladj Ly) – No es una nueva versión de la obra de Victor Hugo sino una aproximación descarnada, cámara en mano, hacia las brigadas antidelincuencia del distrito de Montfermeil. A través de un niño que juega con un dron en una azotea del distrito, las imágenes buscan trazar un mapeado político y social de un conflicto de dimensiones inabarcables. De repente un día en la vida de la brigada se convierte en un infierno. Es imposible lidiar con las bandas que tratan de hacerse con el poder de la zona, pero también parece imposible evitar que la propia brigada deje de obedecer a la ley para poder ejercer su propia influencia. El gran problema de Les Miserables es que no se atreve a cerrar el relato, planteando el caos en lugar de cualquier posibilidad de entendimiento, entrando en el peligroso terreno de denunciar las cosas sin atreverse a plantear soluciones. De ese modo la película prefiere poner el pie en el terreno del espectáculo, en convertirlo todo en un tour de force donde cada escena es aún más intensa y más compleja que la anterior. En ese sentido se trata de un trabajo prodigiosamente planificado, milimétricamente montado y espectacularmente narrado. La presencia del dron, además, recuerda lo imposible que es abarcar este conflicto del todo. Y nunca mira desde el cielo como manera de ensimismarse, sino como forma de respirar unos segundos para descender de nuevo y continuar con el corazón en un puño. Una película importante por muchos motivos.
Ema (Pablo Larraín) – Puede que se trate de la película más virtuosa firmada por Pablo Larraín, invadida por la música, por los movimientos de cámara, por un montaje arrebatado y por las luces de neón. De algún modo, se trata de hacer cine del mismo modo que piensa y siente su protagonista, una joven que acaba de devolver al hijo que había adoptado y cuya culpabilidad parece asfixiarla. Ema se refugia en el sexo y en los excesos para tratar de escapar de sí misma, y la película se arrastra entonces hacia lo sensorial y en ocasiones también a lo caprichoso. Pero también se trata de una película llena de una energía especial, de un dominio salvaje de lo cinematográfico como manera de sacudir las convicciones propias y ajenas, como manera también de venganza ante un mundo que es muy difícil descifrar. En ese sentido, Larraín está confrontando a su generación (encarnada en Gael García Bernal) con una nueva de jóvenes a las que parece imposible comprender del todo, o que ellos sean capaces de ofrecer una particular visión de sí mismos desde la honestidad. La vocación de guionista del autor cierra la película de una manera que quizás se podía cuestionar en tanto que propone ciertas trampas argumentales pero, afortunadamente, el relato está más concebido desde una poesía de la imagen que desde lo literario.
Seberg (Benedict Andrews) – Auténtico exponente del biopic canónico, Seberg explora los años en que la actriz francesa trató de apoyar el movimiento por los derechos civiles en Los Ángeles y fue duramente perseguida por el FBI, con el deseo de desacreditar a través de ella el movimiento Black Power. La película está marcada por la fuerte caracterización de Kristen Stewart y por la evolución del otro gran personaje principal, uno de los agentes del FBI que la vigilan día y noche y que acaba cuestionándose el sentido de sus actos. Los problemas son los mismos que los que llevan castigando a este género desde hace décadas, especialmente su continua servidumbre hacia la verosimilitud del aspecto del personaje o hacia ciertos acontecimientos históricos por los que, de manera obligada, hay que pasar si se quiere ser fiel a la realidad. El deseo por contar la historia de la actriz no parece suficiente como para sostener su encuentro con ciertos lugares comunes. El resultado ofrece ciertos problemas que siguen poniendo en jaque el sentido de este género.