Era inevitable que, al proponer “Paisaje(s)” como lema, la decimocuarta edición de Visionaria se llenase de la visión actual que tienen los isleños sobre tu propio territorio: un lugar invadido por el turismo de masas, erosionado por la sobreexplotación e incapaz de mantenerse en el tiempo. El concurso de cortometrajes que la asociación Vértigo propone cada año en Las Palmas de Gran Canaria encarnaba así la mejor radiografía posible con la que trazar un estado de incertidumbre y preocupación de una población que no encuentra soluciones a las condiciones socioeconómicas de una ciudad en delicado equilibrio.
En un interesante giro al planteamiento, Cayetana H. Cuyás exploraba los horizontes continuistas de su propia obra y proponía de nuevo una visión desde el punto de vista del visitante que arriba a las islas y arroja su experiencia sobre el lugar con Agatha Christie estuvo aquí, esta vez con la célebre escritora inglesa como protagonista. La pieza, que acabaría siendo la ganadora del certamen, combinaba con fluidez el acontecimiento histórico con el placer estético a través de una llamativa animación propia de los terrenos más elegantes del videoarte. Hay algo muy interesante en la pieza y es que, a través del humor y el fresco desenfado tan propio de las obras de Cuyás, se generaba una puesta en valor del léxico canario y de sus expresiones más cotidianas, puestas en boca del divertido acento anglosajón de la protagonista.
Otra forma de defensa del territorio lo encarnaba la pieza Buque de Guerra, de Daniel Herrera, que fue Premio especial del jurado. Si Agatha Christie miraba las islas desde la visión hedonista del visitante vacacional, esta pieza lo hace desde una resistencia incendiaria a través de imágenes tomadas en el Buque de guerra, antigua urbanización en el barrio del Polvorín, justo el día en que empezaba su demolición. El realizador rescataba estas imágenes, tomadas en un lugar que ya no existe, y que adquirían un sentido aún más poderoso como registro de la memoria de un lugar en el contexto del certamen de Visionaria. El rescate de la memoria como ejercicio supremo de resistencia.
En el mismo sentido, Bienestar vegetal, de Mauricio Valencia, también utilizaba material de archivo para exponer ese cambio en el paisaje isleño, esa expropiación del territorio hacia lugares inciertos bajo el nombre del progreso. La pieza tomaba imágenes de una excavadora derribando una palmera milenaria, en el proceso de derribar un ingenio azucarero de quinientos años de antigüedad. Algo parecido proponía Omar Razzak con El tren vertebrado, en esta ocasión con una estructura construida por el hombre. El lema del concurso parecía haber despertado en los cineastas su relación más íntima y profunda con el lugar en el que habían crecido y eso les impulsaba a rescatar las últimas imágenes de su mundo particular justo antes de que este desapareciese para siempre.
Para volver a los terrenos abstractos de la animación propuesta por Cuyás, quien resumía este sentimiento colectivo de una manera abstracta y metafórica era la pieza animada Aquí, de Rubén A. Benítez, que mostraba a través de interesantes figuras animadas el maltrato al paisaje y a una población que prefiere mirar hacia otro lado siempre que el flujo de dinero continúe circulando. Una visión parecida recorría el Desierto Virtual de Luis González con otro ojo puesto, eso sí, en cómo el uso abusivo de las nuevas tecnologías ha terminado por deformar nuestra mirada.
Desierto Virtual relacionaba la dictadura de lo tecnológico con el sonido estridente de un violín en ostinato. Dos piezas relacionadas con el sonido como encarnación del invasor eran Inundación, de Marta Torrecilla, sobre cómo el día a día de los habitantes de la ciudad es invadido por el ruido de una obra, el “sonido del progreso”, y Paisaje (sonoro), de Dani Mendoza y Oriol Cervera, que enfrentaba una bucólica visión del Roque Nublo con los ruidos propios de las grandes zonas turísticas de la isla, casi hasta que el plano quedaba ahogado por el sonido.
Un ejercicio muy sutil y uno de los que mejor colocaba sobre la mesa el problema del turismo masivo en la isla era Sin todo incluido, de Violeta Gil, que con un plano fijo mostraba a una asistenta de limpieza de un hotel dejando los cristales inmaculados para que fuesen los turistas los que disfrutasen del paisaje, como si las condiciones laborales de los isleños negasen, de algún modo, el disfrute personal de ese mismo paisaje. La voz en off de la persona filmada recorría las imágenes, generando quizás cierta redundancia con el discurso de la propia imagen. Pero la cineasta buscaba dar voz, literalmente, al personaje como miembro de un colectivo silenciado, lo que invitaba a contar con su testimonio como un elemento central de la puesta en escena. De ese modo, el sonido dejaba de ser la metáfora del invasor para convertirse, por fin, en testimonio del habitante.
Otro hermoso ejercicio testimonial es el que hacía Dailos Batista con su propia familia en Pretérito imperfecto, convirtiendo la escena íntima de un encuentro con un familiar en otro testimonio del paso por el territorio a través de su historia de vida. La pieza, filmada en primera persona, atestiguaba el paso por el mundo de aquella persona al tiempo que, a través de su profundo cariño arrojado sobre el cineasta mientras este filma, reconoce de alguna manera el rostro del propio territorio pidiéndonos con afecto que lo habitemos.
Carlos S. Peña proponía, con Prohibido el paso, una hermosa reflexión nacida de un (in)feliz accidente: el cineasta planeaba filmar el puerto de la ciudad, pero descubre que el acceso del público al muelle está ahora prohibido y entonces acude a una recreación mediante un mapa virtual para poder transitar ese espacio desde una desoladora vista aérea digital. Al tomar esa decisión el cineasta no solo traza un interesante discurso sobre el uso del digital como último baluarte de nuestras posibilidades de expresión, sino que también señala de forma indirecta a un presente que nos niega la posibilidad de poder filmar los espacios que habitamos para poder entendernos a nosotros mismos y a lo que nos rodea.
En ese sentido, la pieza de Marine Discazeaux, Puerto de las luces, que volvió a conquistar el premio del público, también hablaba de cómo el paisaje grancanario no está abierto a todos por igual y que incluso en los paisajes más idílicos el capitalismo acaba imponiendo sus fronteras.
La posibilidad del agua, de Ismael Cabrera, exploraba mediante un interesante collage la idea de un territorio consumido por la explotación hotelera y el castigo a los recursos naturales. En un momento de la pieza, un plano general del sur de la isla queda recortado en pequeños fragmentos que solo dejan visibles a las piscinas de la zona. Como si formasen parte de un hermoso díptico, La erosión del agua, de Yon Bengoechea, colocaba al ser humano como principal agente destructivo del planeta de una manera tan sutil como eficaz. Uno de los efectos más hermosos que deja este certamen ha sido poder presenciar la evolución narrativa de este autor a lo largo de los años.
Ellie Martín y Mario Oliva también introducían el agua como elemento clave de su narración en La terminal del mar, una hermosa elegía, bellamente filmada, en torno al pueblo de Tufia y su relación con el mar como absoluto centro de su actividad diaria. Lo mismo, de Benjamín Muñoz, también buscaba celebrar la belleza de las islas a través de un interesante dispositivo en el que una emisora de radio recogía, en el tiempo presente, las palabras de Galdós en torno a que todo cambia y se transforma. A pesar de que la pieza estaba cubierta por efectos de transición entre planos que quizá tienen más que ver con lenguajes extracinematográficos, la belleza y pertinencia de sus imágenes convertían el título en otro trabajo a destacar de esta edición.
Quizás una de las piezas más sentidas del certamen fuese El ascenso, de Rita Vera, que ofrecía una lectura diferente del lema a través del último “paisaje” que viera el padre de la propia autora, las vistas desde su habitación del hospital, entremezcladas con los acontecimientos del equipo de fútbol de la ciudad como parte de su historia en esos últimos días. Si Rita Vera lanzaba una pregunta al aire, en torno a los paisajes que nos toca ver, Oscar Santamaría dejaba, con Destello, la rúbrica a lo que perseguían las piezas de otros cineastas: el cielo como paisaje definitivo, las estrellas como mapa con el que empezar a indagar en ese más allá que termina en nosotros mismos, la imposibilidad de conocernos si no es mirando hacia el afuera. La pieza, atravesada por mapas del cielo de todas las épocas de la humanidad, terminaba con una imagen de los satélites de Starlink, que sugería nuestro ingenuo intento por conquistar esos paisajes.
Estas eran solo algunas de las piezas presentadas que la memoria de este cronista consideró importantes. El nivel de la competición es tan generoso que casi podría destacarse cualquiera de ellas. Lo importante, en un año que felizmente repite récord de participación, es seguir contando con Visionaria como una puerta, abierta y plural, a las formas de expresión del cine en Canarias, en donde han cabido todas las formas de entender el cine y en donde el cine sigue siendo el protagonista. Que siga habiendo templos como este, en los que seguir celebrando el cine como parte importante de nuestra manera de comunicarnos, ya es motivo para la celebración.