“Conserva esta lata, porque un día no habrá cine”, una frase que rescata Ramón del Pino en su pieza. Es un sentimiento parecido al espíritu de Visionaria, el concurso que cada año organiza la Asociación de cine Vértigo, que no solo condensa el talento de los cineastas y de los amantes del cine en Canarias sino que también rescata una idea del cine como instrumento valioso, uno con el que poder enfrentar la sociedad del presente. Ocurre algo parecido en la divertida pieza de Marco Arrocha, Enhebrados, que revela cómo la única forma de reproducir las antiguas técnicas de proyección tienen que ver con el ejercicio de la memoria, la posibilidad de proyectar si ocurre el milagro de que alguien recuerde cómo hacerlo. ¿Puede el propio cine salvarse a sí mismo? Es decir, rescatar su propia memoria, guardar para siempre una manera de hacer, pensar y sentir las cosas.
Volvamos a 1973, la excelente pieza de Ramón del Pino, porque ella resume bien, con su honda emoción y la sencillez de su trazo, hacia dónde podían dirigirse los trabajos de un año en el que el lema propuesto por el concurso, Memorias del celuloide, limitaba quizá en exceso los horizontes de lo narrado. El precio ha merecido la pena: Visionaria se revela como valioso testimonio de un pensamiento colectivo, quizás la ambición más elevada de cualquier proyecto cultural. La colección de trabajos de esta edición compendia un hermoso resumen de los recuerdos de los cineastas con respecto a una época del cine ya extinta, un homenaje de lo digital hacia un cine del que, por fin, vamos siendo conscientes de su desaparición.
En el tramo final de 1973, Ramón del Pino se lanza a las calles de Las Palmas como hizo Nani Moretti en Chacun Son Cinema (2007), aquella pieza colectiva organizada por el Festival de Cannes en la que el cineasta italiano se filmaba a sí mismo sentado en los cines de su infancia, ahora convertidos en aparcamientos, bancos, supermercados. La idea era tan sencilla como demoledora. Después de ofrecer fotografías antiguas de aquellos lugares, las imágenes del presente tomadas por del Pino se revelan como la gran metáfora de la edición, aquella imagen que condensa las ambiciones del concurso a nivel discursivo.
La pieza 1973 encabeza la lista de la gran temática seleccionada por las autoras de esta edición: la del celuloide como pretexto para poder revisar la historia familiar y las imágenes, ya desgastadas, que la componen. Fernando Hardisson, con El barranco, Rito J. Vega con El silencio de las tortugas, Marine Discazeaux con Maman, María Sanz Esteve con Somos lo que vemos o Lourdes Rojas con Camisa roja y barba, todos proponían imágenes íntimas del pasado familiar como recurso remoto con el que poder entenderse a sí mismos desde el presente. El cine como exorcismo familiar, como forma fantasmagórica de autoconocimiento.
En el caso de la ambiciosa Guiri Movie (Xurxo Chirro, Goretti Sánchez, Gustavo González), las imágenes del pasado sirven para poder descifrar el período histórico en el que son tomadas, una alocada historia del país en apenas minuto y medio, y en el caso de El último (Pepe Torres y Aday Cáceres), pieza vinculada a La última (Sara Álvarez) y con la que comparte emplazamiento, el deseo de hablar de los cines del pasado impulsa a entrar en uno de ellos, el ya extinto Monopol, y atravesar sus espacios con la inevitable melancolía que supone. Para los que conocieran ese lugar, es difícil no sentir un vacío interior al contemplar esas imágenes. La pieza que alcanza una cierta abstracción al hablar de los espacios que albergaron cines en el pasado es el poético ejercicio de Marta Torrecilla, Tipología arquitectónica, que se limita, con música e imagen, a mostrar los planos arquitectónicos de los edificios destinados a convertirse en los cines del siglo pasado. La pieza hace honor a otra máxima del mundo arquitectónico: menos es más. Digamos que, en cierto sentido, es la cara B del cortometraje de Ramón del Pino: es difícil mayor poder de evocación con tan poco.
Daniel Herrera Gutiérrez aprovecha, con Ellas, la posibilidad de recuperar imágenes de sus mayores para poder visibilizar la figura de la mujer en una época en la que también el cine le dio la espalda. La pieza del cineasta remite a las palabras de Ángel Quintana: “La historia del cine en el siglo XXI pasa por cómo ha cambiado la representación de la mujer y de cuestionar determinadas formas de patriarcado”. Es por ello que la pieza de Herrera Gutiérrez tiene más de reivindicación que de melancolía. Otra reivindicación es la del registro de la imagen como forma de hacer valioso lo vivido, una idea que recorre Tras esos montes, la pieza de Fernando Alcántara y el profundo poder evocador de sus ideas, que se disparan siempre en múltiples direcciones desde ideas simples o de origen cotidiano. Sus imágenes pasan por el filtro del celuloide desgastado para recordar que las imágenes del pasado son tan valiosas como las experiencias del presente, como si en un abrumador ejercicio de empatía el cineasta quisiera entender lo que movía a los cineastas del ayer para descubrir cuál es el sentido de crear imágenes.
Es muy curioso que esta idea, la de que lo vivido tiene valor si hay posibilidad de registrarlo en imágenes, solo haya sido rescatada por Alcántara y por las generaciones más jóvenes que se presentaban a la edición, aquellas que solo han conocido el digital y para las que el cine quizás ya significa otra cosa, una cargada de presente y no tanto de melancolía. Eduardo García León recolecta en Memorias del digital una colección de pequeños clips con sus últimas vivencias, convierte los vídeos de su móvil en diapositivas, registra su vida del mismo modo que agolpamos nuestros recuerdos en la memoria, fogonazos esquivos y fugaces, agradece a quienes aparecen en su pieza pero no los nombra porque tal vez el nuevo cine ya ha perdido ese gesto de lo solemne, esa pretensión de permanecer en el tiempo, acostumbrados como estamos a las breves historias condenadas a desaparecer en veinticuatro horas. Orla Beni y Uxi 2023, de Julia Menéndez, trabaja las imágenes de manera similar, como aquellas apps de los últimos tiempos que solo permitían almacenar un segundo de vídeo al día para terminar conformando, al final del año, el testimonio fugaz de nuestra existencia. El ejercicio de Jorge Estrada, Postkarte, es más ambicioso en tanto que quiere establecer una interesante transición estética entre las imágenes del pasado turístico de su isla con las propias imágenes que registra en el presente, pero las tres piezas están contagiadas todas de una energía y una espontaneidad envidiables. Para entender esta relación de los más jóvenes con el celuloide puede ser interesante acercarse a Recuerdo cosas que no he vivido, de Jesús F. Cruz, que plantea con un lenguaje muy personal la hermosa confesión de su extrañeza ante las imágenes de celuloide, unas imágenes que no le pertenecen, un cine pretérito con el que no puede dialogar, que no le hace sentir en casa. La pieza genera un poético diálogo con Timeline, de Adrián González, que construye una narrativa a través de autofilmaciones a lo largo de su propia vida para defender, a partir de ellas, que las nuevas imágenes del cine digital también pueden servir para intentar descifrarnos a nosotros mismos.
La emocionante pieza firmada por Yeray Pacheco bien puede servir para cerrar este grupo de piezas y dar comienzo a la siguiente: Memorias del celuloide también puede servir para jugar con el cine del pasado y hablar de cómo ha condicionado nuestra existencia. En el caso de Pacheco, cinéfilo hasta la médula además de humilde cineasta, las imágenes de la historia del cine no pueden separarse de sus propias imágenes autobiográficas. Si Vicente Monroy mencionaba, en su libro Contra la cinefilia, los peligros de sustituir a nuestra madre por el cine, Pacheco subraya que ni siquiera el amor incondicional que siente por el fascinante mundo del cine es equiparable al de su familia. Otro homenaje igualmente afectuoso, aunque jugando con la ficción, es el de Rafael Navarro con su El ladrón de bicicletas, en el que contrapone imágenes de sus nietos a los de la película de Vittorio De Sica como si los niños estuviesen emocionados viendo el final de la película en su tablet. ¡Lástima que las imágenes algo pixeladas de la película italiana emborronen este bello gesto del cineasta! Ángel Pantaleón plantea toda una historia del cine resumida en un solo minuto en su interesante Cosmogonía, lúcido y arrebatado homenaje que comienza con la Salida de los obreros de la fábrica (Lumière, 1895), continúa con 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) y finaliza con Vértigo, de entre los muertos (Alfred Hitchcock, 1958). Un interesante planteamiento que insiste, una vez más, en que la historia del celuloide muere con la llegada de la modernidad. Y también Fátima Luzardo poner a dialogar, en Happy End, a muchas películas del pasado siglo que repiten los mismos gestos, las mismas dinámicas, la misma palabra Fin al terminar, para subrayar de nuevo que aquel cine no era más que el reflejo de nuestras pasiones.
Y, en fin, hay que dedicar por supuesto un último apartado a aquellos valientes que, aún con las ligeras restricciones que planteaba el lema de la edición, se lanzaron a plantear un relato de ficción a pesar de todo. Es curioso que solo una pieza, el Cerdito extraterrestre de Yon Bengoechea, haya trabajado el humor de una manera tan directa. Si el oro es una materia viva que atraviesa el tiempo (y que de paso puede darnos algunos euros en las casas de empeño), ¿puede ser también el celuloide una materia que desafíe su temporalidad y se transforme en un objeto de valor incalculable? En esa idea de no ser conscientes de la vida de los objetos que nos rodean hay algo hermoso, una idea que ojalá suponga la aparición de un nuevo cineasta. Otra pieza llena de humor es Maná tropical, de Oscar Santamaría, pero en este autor el chiste nunca es un reclamo en sí mismo, sino un lenguaje natural con el que poder expresar ideas más complejas, en este caso, un homenaje a la riqueza natural de las islas a través de los estilemas expresivos propios de los noticiarios del régimen franquista. Una tierra en la que puede cultivarse lo imposible. Santamaría entremezcla realidad y ficción, las imágenes auténticas con otras de su propia imaginería, casi indistinguibles si no fuese porque juegan en todo momento con el disparate. En la sencillez de la idea y en su ejecución, cuidada y precisa, se encuentran los grandes valores de alguien que parece haber entendido mejor que nadie la idiosincracia planteada por el concurso.
También ha sido interesante contemplar uno de los ejercicios más conmovedores de la edición: Daguerrotipo, de Lisandro M. Rodríguez, una pieza de intención directa y de aliento poético. En el fondo es una ficción que viene a señalar el corazón de las ideas que también plantearon otras autoras recolectando imágenes del cine del pasado: el poder de la imagen como catalizador de nuestros afectos. En este caso, la representación del ser querido en una fotografía basta para que su recuerdo lo tiña todo de un mar de lágrimas. Un mar aquí literal: la pieza comienza con su protagonista, una Andrea Cabret que vuelve a demostrar que basta con filmar su rostro para encontrar la fuerza expresiva de toda una película, zambullida en el océano como si se encontrase atrapada en su fondo. No es más que la metáfora del llanto, una expresión desconsolada que tendrá su extensión en el siguiente plano de la pieza, ya en un terreno más realista. Lástima la utilización de una banda sonora que suaviza, en cierto modo, el impacto desolador de un llanto desconsolado.
Muy interesante que La isla media haya planteado un acercamiento de cine de género con Revelando carrete, un relato en forma de bucle temporal que tiene mucho que ver con la obsesión por registrar el recuerdo y los peligros de que sea la máquina, y no la memoria, la encargada de mantener nuestros afectos a flote. Una obra abierta a la interpretación y que ofrecía quizás la mejor factura técnica de todo el concurso. Pero, más allá de su factura técnica, lo valioso del cortometraje es la elección de sus planos, la eficacia de sus ideas, la economía de recursos, la fuerza expresiva de todas sus decisiones, la adecuada interpretación… En fin, una pieza redonda, nunca mejor dicho.
Otros aprovecharon para hacer ficción con sus recursos personales: es muy interesante el acercamiento a Hong Sang-Soo (Antonio Morales), un director clave de la época del cine digital (quizás uno de los que más sentido haya dado a este formato) que de repente sirve aquí como pretexto para construir un relato en un concurso sobre Memorias del celuloide. Por su hermoso resultado, la osadía bien merece la pena. También Recuerdos, de Zuleica Gabas, una pieza en la que la autora utiliza, con una sensibilidad exquisita, sus propias fotografías de la infancia para fantasear en torno a la idea de un padre ausente. Y si hablamos de sensibilidad es imprescindible mencionar a Zhana Yordanova, ganadora del certamen en ediciones anteriores y que aquí, en su Echoes of a Forgotten Future, vuelve a bucear en su amado universo del cosmos para hablarnos de lo que ocurre aquí, en la Tierra. Por sus sobrecogedoras imágenes, la pieza podría entenderse como un bello homenaje a la reciente erupción del volcán del Tajogaite en La Palma, pero sería quedarse en la superficie. Sin imponer sus inquietudes, sin presumir nunca de sus imágenes, Yordanova plantea una reflexión silenciosa en torno a la paradoja de intentar entendernos, aunque sea una tarea inalcanzable. En su intento por ayudarnos a conectar con la tragedia de sus imágenes, la pieza ha terminado transformada en un abrazo.
Otro abrazo, pero de naturaleza distinta, es el que plantea David Pantaleón en su Codirección, una pieza que plantea el desafío de rodar en las mismas localizaciones de La hija del mestre (Francisco González González, Carlos Luis Monzón, 1928). La exactitud es tan asombrosa que el ejercicio permite superponer ambas imágenes, las de la película muda y las recientes, y poner a dialogar ambos tiempos en un gesto conmovedor. El título Codirección no parece hacer alusión al gesto condescendiente de ponerse a la altura de los directores a los que homenajea Pantaleón, sino que responde más bien a la filosofía de vida del cineasta: el cine como espacio para hacer comunidad, hacer amigos y seguir creciendo juntos. Un arte que nos sirva para sentirnos menos solos.
Y queda despedirse con el mensaje que lanza Marisol Ramírez Galván en su Memories, que habla de la desaparición de los espacios de proyección como muchas otras autoras de la edición, pero que también habla de los nuevos espacios, de los nuevos agentes, de los defensores de lo que queda del cine, y habla de ellos como auténticos superhéroes. Una pieza que homenajea a los organizadores del propio concurso. Y no es en absoluto una cuestión que pasar por alto: organizar un certamen como este, que siga defendiendo las capacidades expresivas del cine y su valor como instrumento clave en la cultura de nuestro presente, y que pueda reunir y archivar además la hermosa pluralidad de miradas de los autores de las islas, bien merece un aplauso. Gracias a todos los que se atrevieron a participar, a todos los que compartieron sus creaciones, pero también gracias a los todos que lo han hecho posible.
– Jonay Armas –