Crazy Heart (Scott Cooper, 2009)

Hace ahora veintiocho años, Robert Duvall protagonizaba un filme llamado Gracias y Favores (Tender Mercies, Bruce Beresford) acerca de un cantante country que debía superar su adicción al alcohol y reconstruir su vida. Esa película le valió un oscar a Duvall y una nominación para su música.

Construida bajo el mismo estilo y con exactamente las mismas aspiraciones, Crazy Heart es otra película plana del oeste americano, tal como su predecesora, y con un desarrollo convencional, en ocasiones de una molesta falta de riesgo, al servicio siempre de sus excelentes actores principales.

Casi un calco de la obra referenciada, Crazy Heart se sostiene gracias a la soberbia creación de su actor principal, Jeff Bridges. Su magnética actuación, llena de fuerza en la creación de un personaje al borde de la autodestrucción y el abandono personal resiste todo el metraje y dota a la nimiedad del filme un cierto interés casi robado dentro de su desinterés general.

Por lo demás, el buen retrato sobre el mundo musical y la correcta actuación de sus secundarios (personajes casi folklóricos del oeste americano recreados en Maggie Gyllenhaal y sobre todo en Colin Farrell) no consiguen disimular que estamos ante una película de sobremesa que no tiene demasiado nuevo que aportar.

El ritmo pausado de la cinta y a la vez su acertada manera de describir las situaciones que vive en soledad el protagonista en su hastiada gira musical por el oeste ayuda a que la película discurra con la fluidez de una historia cualquiera de superación personal.

Y ese quizás sea el mayor problema, que el producto no tiene mayor identidad propia que la que aporta la creación de su actor principal. Y, aún con ella, a la cinta le resulta imposible evitar el olor y el tono característicos de las películas de sobremesa. Su familiaridad con ellas es sin duda su mayor lacra.

Hay mejor música que entonces, muchos mejores medios, y un actor que ofrece uno de los mejores trabajos de su carrera. Las pretensiones efímeras y desgastadas de un filme que no sabe a dónde caminar con exactitud terminan por relegarla al montón, de nuevo, veintiocho años después.