¿Qué valor tiene para ti el dinero?, pregunta el personaje de Juliette Binoche a Eric Packer, el joven protagonista, magnate de las finanzas que quiere cruzar la ciudad para cortarse el pelo sin importarle lo que ocurre más allá de los límites de la limousine en la que se refugia. Es la pregunta que el mundo contemporáneo se hace a diario, en plena época de crisis financiera, y el film de David Cronenberg pretende funcionar a modo de retrato del fin de una época, o cuando menos de su epílogo, de su estertor final.
Partiendo de la novela de Don DeLillo, la película traza un itinerario dividido en pequeños capítulos, cada uno protagonizado por un personaje diferente que completa parte de un discurso general en su interlocución con Eric Packer. Lo más importante para comprender la personalidad de su protagonista es que no trata de un hombre al que no le importa la realidad, sino que no la conoce en absoluto. Vive al margen de ella.
En Cosmopolis conviven dos universos, que no siempre conforman una identidad conjunta. Uno lo constituye la puesta en escena orgánica propia del cine de David Cronenberg. Una planificación en la que el propio plano parece respirar, tener vida propia, una densidad que se escapa del discurso de la película a la que acompaña y que ofrece texturas capaces de hablar por sí mismas. El otro universo lo conforma la dimensión argumental, la estructura episódica, sus personajes variopintos y esos diálogos mordaces y plagados de cinismo.
Y esas dos entidades, esas dos fuerzas arrolladoras tan difíciles de controlar que Cronenberg compacta como si se tratasen de un fluido pegajoso entre sus manos, no siempre caminan en la misma dirección. En un plano está el guión, y en otro muy distinto están las decisiones que se han tomado para representarlo. De ahí nacen sus virtudes, ese certero cinismo y la belleza formal de todos y cada uno de sus planos, pero también la sensación de encontrar en cada episodio, incluso a pesar de estar vinculados al mismo discurso, una película diferente.
Poco tiene que ver esa escena final entre un histriónico Paul Giamatti y el protagonista, fragmento que pretende erigirse como duelo final pero cuya representación lo acerca peligrosamente al ridículo, comparada con los encuentros que tienen lugar en la limousine con otros personajes. Incluso cuando es evidente que Cronenberg utiliza planos muy similares dejando ver que, en el fondo, se trata del mismo interlocutor con distintos rostros. Pero el deseo de aplicar una marcada estética en cada secuencia que la diferencie del resto termina por conformar una película fragmentada y desigual. Sus imágenes reivindican significados que poco tienen que ver con lo dialogado, el supuesto material que da sentido al proyecto.
De ese modo, Cosmopolis no encuentra más que en las hazañas visuales de algunas escenas aisladas su metafórico viaje hacia el abismo a través de la barca de Caronte. En su lugar tenemos pequeñas películas que intentan hablarnos de una misma cosa. Un diálogo en una peluquería, el encuentro en el café con la esposa, el entierro de una celebridad del mundo musical (que está tan cerca de lo esperpéntico como la secuencia de Paul Giamatti) observar una cancha de baloncesto en la noche, o una limousine que se tambalea atravesando una manifestación. Todas son imágenes que luchan por abandonar ese discurso que el texto intenta unificar. El resultado es una sucesión de cabezas parlantes cuyo discurso tiene un vínculo más débil del que realmente deseara su director. En su amor por preservar la intensidad del texto, ha relegado a un segundo plano aquello que mejor ha utilizado siempre en su cine, que no es otra cosa que los enriquecedores significados que desprende su universo visual.
Si en Un método peligroso (2011), su anterior película, funcionaba esa estructura episódica y fragmentada no era por la facilidad de contar con tres únicos personajes, sino porque se trataba de un relato en el que los diálogos estaban tratados como estéril imposición de una sociedad de apariencia civilizada en la que la charla suponía un mero trámite burocrático. Era aquella una película completamente sustentada en los gestos, en el poder de la emoción a través del gesto del actor, de los sentimientos de unos personajes que se muestran en el rostro y no en sus palabras. Aquí sin embargo sólo existen cabezas parlantes y por tanto su discurso resulta más inaprensible. De ahí surge lo más sugerente y también lo más discutible de esta inclasificable, sugestiva, rabiosa y estilizada película. El mundo se desmorona y, de alguna manera, también lo hace la película con una estructura desigual que se tambalea tanto como lo hace el vehículo que atraviesa la ciudad.
El esfuerzo de Robert Pattinson por conformar una interpretación sobre la que pueda sostenerse toda la película es elogiable. Al menos, ya es lo suficientemente elogiable que un actor que ha obtenido su fama de otro producto bien distinto se preste a un proyecto como este. Su presencia contribuye en gran medida a que el aspecto visual del filme se encuentre a sí mismo proyectándose sobre el actor. No lo consigue del todo, especialmente cuando el relato necesita avanzar a través de un gesto suyo o de un recurso interpretativo en lugar de una palabra. Entonces resulta forzado, demasiado sobreactuado.
Y se queda a medio camino no por ser un mal actor, sino porque no es capaz, aún, de sostener una película de esta envergadura sobre sus hombros. Una espectacular Juliette Binoche, una Samantha Morton que escupe su discurso con precisa entonación o incluso un Paul Giamatti que, puestos a sobreactuar, no tiene rival posible, devoran a su compañero de escena que resiste gracias a algo que los demás no tienen. La presencia, la perfecta unión de un actor con el personaje que representa, frío, distante y calculador, pero al mismo tiempo presa de un conflicto emocional interno que sobresale tímidamente. Un actor de presencias antes que de gestos, a la manera de lo que Viggo Mortensen, Jeff Goldblum o Peter Weller hicieran con Cronenberg antes que él.
Película, pues, de actuaciones desiguales tanto como de un discurso de discutible alcance, de fallida trascendencia por su representación frívola y preciosista. La potencia visual de Cronenberg y su maestría para filmar en un espacio tan limitado como el interior del coche parece aquí forzada, violentada, obligada a encajar de una forma casi impostada con un discurso que desearía ir por su propio camino. ¿No resulta absolutamente oportunista forzar tu manera personal de hacer cine para que encaje con un discurso que clama sobre la realidad inmediata del presente? Son las aristas necesarias para un relato con el deseo latente de remover conciencias, de resultar incómodo, imposible de concebir por otras manos. Finalmente, el maestro Cronenberg lo hace, una vez más. Sacude al espectador con una obra imperfecta. Tal vez la única manera de que este discurso perdurase en nuestro pensamiento era a través de una película del todo desigual.