Un hombre en el corazón de la guerra. Un líder que comanda con pasión a sus tropas. Descubrir la valentía, aferrarse al acto heroico, justo cuando más intenso es el fuego enemigo. Bastaría con pensar en cualquier film dirigido por David Ayer para advertir que, en esencia, la película es siempre la misma y que estos elementos se repiten y conjugan bajo disfraces en apariencia algo diferentes.
Ayer no sólo siente verdadera pasión por este espíritu del guerrero que aún siendo responsable de un grupo humano es en realidad un corazón solitario (lo mismo encarnado por Arnold Schwarzenegger que por un actor de primera fila como Brad Pitt), sino que parece sentir absoluta devoción por lo que rodea al conflicto armado: la munición, los aparatos, la rutina del soldado, el armamento, la disposición táctica o el mero efecto visual que provoca la conjugación de todo ello. Para aceptar las reglas propuestas por el autor parece obligado aceptar también una incómoda complacencia con el género bélico, tratado en cierta manera a modo de juguete.
La solvencia de David Ayer como realizador demostrada este mismo año con Sabotage o, especialmente, con Sin tregua (2012), ha permitido que el director haya conseguido navegar ahora en las aguas de la gran industria con un proyecto titánico como éste, una repetición de los anteriores en clave grandilocuente.
Sin embargo conviene diferenciar lo que aporta este arropamiento industrial al cine del director para entender qué triunfos le pertenecen y qué conquistas han venido simplemente de la fachada artística que han provisto personalidades mucho más capaces. Un diseño de producción abrumador, un actor de indudable poder en taquilla, el imponente Roman Vasyanov como director de fotografía garantizando un lujoso acabado visual, el último compositor ganador del Oscar encargado de la banda sonora… No es el primer autor al que la industria hace grande sin importar el alcance de su mirada: basta con recordar los primeros largos de Ridley Scott o la carrera de Stephen Daldry para encontrar casos similares. Sería importante por ello valorar las virtudes de Corazones de acero en su justa medida.
¿Cómo justificar una propuesta así, que condena la guerra pero lo hace a partir del juego y el disfrute visceral de los elementos más superficiales del género bélico? Para que la película responda de forma coherente a ese modelo de gran superproducción y de discurso con vocación popular, David Ayer introduce en los paréntesis que permiten sus secuencias de combate unas escenas que podrían haber firmado Steven Spielberg o Roman Polanski en sus respectivos dramas sobre el holocausto.
Podrían, quizá en apariencia, porque lo que hace Ayer aquí es traer esos modelos, en los que se construye una palpable tensión que se dilata al tiempo que lo hace la escena, para añadir una cierta madurez a la forma en que la película se acerca a un escenario despojado de toda humanidad. Madurez autoimpuesta como forma de justificación, nunca como aliadas de un discurso antibelicista, porque una vez superados esos segmentos aislados vuelve el placer del realizador por las armas y por el fragor del combate. Interesantes contradicciones.
El joven Norman (Logan Lerman), un novato que deberá convertirse en adulto durante el conflicto, nos conduce a través del relato. Ayer presenta el interior del tanque, ese icónico refugio en el que la valerosa compañía se adentra en los infiernos de la guerra, como si se tratara de un museo, un lugar hostil e inhóspito donde sólo cabe una mirada llena de devoción y admiración. Corazones de acero no es en absoluto una mala película, pero nos pide una devoción y admiración por lo que cuenta que conviene poner en duda.