Después de sus devaneos infames en Vicky Cristina Barcelona y de la fuerte desorientación con respecto a su cine y su voz propia que era el retorno a los inicios de Si la cosa funciona, Woody Allen vuelve a encontrarse a sí mismo, retomando la senda y el discurso que ya iniciara con su trilogía sobre el crimen perfecto (Match Point, Scoop, El sueño de Casandra).
Era de esperar. El director septuagenario ha tenido una etapa de crisis artística propia de un autor que vive la financiación de su cine por parte de quienes sólo buscan glamour y superficialidad en él, y por la presión de rodar una nueva película cada año.
Allen ha sufrido una transformación artística tal en ese proceso que ya no es el mismo Allen. Podríamos estar hablando del Almodóvar de principios de la década, cuando Todo sobre mi madre suponía un marcado punto de inflexión sobre sus procedimientos narrativos y su forma de entender un nuevo cine.
El realizador se reencuentra a sí mismo en Conocerás al hombre de tus sueños pero, ahora que lo sigue un público muy diferente, ese que sólo buscaba reírse con los gags más superficiales y admirar cómo estrellas al estilo de Penélope Cruz o Scarlett Johansson hacían monerías en la pantalla, es muy posible que su obra maestra resulte desapercibida.
Precisamente, si su nueva película triunfa plenamente, es sobre todo porque ésta la copan actores de verdad. Brolin, Hopkins o Naomi Watts asumen sus papeles con entrega y no transforman sus roles en caricaturas banales de estereotipos sociales, como tanto gustaba antaño a su director. En su lugar crea personajes profundos y ricos, perfilados en muy pocas líneas y con un desarrollo coral ejemplar.
Lo que hace su director aquí es retomar el discurso más afortunado y certero que pudo dar su filmografía, el que daba vida a Delitos y faltas, una de sus mayores obras maestras. Y lo hace mostrando un discurso amargo y lleno de profundidad a través de una de las historias corales más llenas de pasión y amor por la vida jamás vistas.
Es una historia sencilla sobre gente sencilla de teatralidad constante y llena de grandes momentos de cine. Y cuando escribe un final abierto para cada una de ellas ésta dispara las lecturas, multiplica el efecto de su moraleja contenida, de su discurso silencioso, de un diálogo en imágenes que va mucho más allá de las palabras.
Allen construye, a través de un núcleo familiar y sus alrededores, una nueva película sobre el amor, la culpabilidad, la fragilidad del ser humano y especialmente un portentoso canto a la vida, a pesar de que se empeñe en abrir y cerrar su relato con las palabras de Shakespeare, “la vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”.
Con esa premisa desalentadora, se acerca (aunque con mayor gusto) al discurso de la película de los Coen, Un tipo serio. La imposibilidad de encontrarle un sentido a la vida humana y de vislumbrar el camino correcto dispara la posibilidad de contar historias que tampoco tienen inicio ni final, tan erráticas como lo es la vida.
Vuelve a la fotografía Vilmos Zsigmond, aquel operador que lo acompañara en la mayoría de sus mejores registros de los últimos tiempos. Tiene mucha culpa el operador de la estética perfecta en las imágenes que dibujan los encuentros de los amantes frente a la ventana, los primeros planos para Freida Pinto, los escenarios en los que Anthony Hopkins se muestra totalmente indefenso.
La música aparte. Con tres piezas de archivo, Allen crea un ambiente más afortunado y lleno de coherencia que la gran mayoría de las bandas sonoras de nuestros días.
Existen tres escenas maestras durante la película, tres momentos relacionados entre sí y que funcionan como eje central de la trama. Uno es la imagen magistral de la eterna chica de la ventana de enfrente, (La ventana indiscreta, Hitchcock siempre como referente del último cine de Allen) esa metáfora que se duplica cuando Josh Brolin consigue traspasar la vivienda pero entonces ve a su mujer a ese otro lado de la ventana.
Otro es la decisión maestra de no mostrar el rostro de la vecina de al lado hasta que Brolin no va a su encuentro. Entonces Woody Allen y su fotógrafo, Zsigmond, regalan el mejor primer plano que se hará jamás sobre Freida Pinto. El más hermoso y el más luminoso, el más radiante y el más seductor.
Entonces sucede la transformación perfecta: la chica adquiere un rostro, por fin una identidad, la música de Boccherini se desvanece y sólo queda la fisicidad de su rostro.
Y el otro rostro, el otro primer plano, corresponde a la que entonces ya es la nueva chica de la ventana de al lado, su mujer. Naomi Watts protagoniza un portentoso primer plano en silencio que sirve de punto de inflexión a la cinta, cuando descubre que su vida no es lo que parece ser, y cuando descubre que el equilibrio sobre el que se asienta todo es mucho más frágil de lo que parece.
Queda para el recuerdo este Allen reinventado, esta película redonda, aún cuando su argumento muestra la imposibilidad de lo lineal, del discurso cerrado. Para el maestro, la disparidad de las lecturas es ahora su mayor arma, las líneas abiertas su mejor recurso, el miedo a sentirse solo su mayor terror, y el peso de la culpabilidad su mayor pecado.
Que sea capaz de contarlo todo con esa sutileza sorprendente y que lo haga, además, con todo el humor del mundo, sigue estando al alcance de muy pocos cineastas.