Colombiana (Olivier Megaton, 2011)

Cataleya contempla ante sus ojos cómo unos matones colombianos asesinan a sus padres. He aquí una película que vive con el insalvable estigma de cómo un solo plano ya invita, de manera inequívoca, a adivinar todo su argumento posterior, ya desde esa primera escena, ese flashback que dura unos eternos e innecesarios veinte minutos y que evidencia la torpeza narrativa de la cinta para condensar su discurso y controlar el ritmo del relato.

Miles de planos, que apenas llegan a vivir un solo segundo en la pantalla. Miles de planos y tomas diferentes, entrelazados de una manera banal como si de un videoclip se tratase, con la intención de dotar de un ritmo trepidante a una historia que fue concebida sin la más absoluta idea del significado del tempo cinematográfico.

Tapar el hecho de que el plano no tiene nunca una voluntad significante a través de un millón de planos distintos. Mostrar ese millón de imágenes sólo porque se puede, no porque sea en absoluto necesario. Es esta la opulencia de la incapacidad comunicativa. Frente a la ausencia de trascendencia o de emoción alguna, proponer al menos un espectáculo pirotécnico que ayude a disfrazar la enorme impostura.

En esas imágenes, por tanto, dejan de existir las personas y los personajes, sólo hay cuerpos en pantalla sin ninguna capacidad comunicante. Los actores muestran entonces una afectación constante en sus rostros para representar una seriedad que la película no tiene. Se trata de un drama incapaz de traspasar la pantalla y llegar hasta nosotros.

Todo cuanto ocurre en Colombiana está lleno de fuerza bruta y de buenas intenciones, y trata continuamente de curar su incapacidad emocional con una desmedida dosis de sentimentalismo envasado al vacío. Lágrimas de plástico, música alta. La cantidad de emoción y sentimiento viene dado por el volumen de la música y por el tamaño de las lágrimas.

La belleza, por tanto, no proviene nunca de lo que ocurre sino de cómo ocurre. Es el gran error de ese cine que no tiene nada que contar y que se descree a sí mismo. Una bala cae al suelo a cámara lenta y suena su martilleante y poético replicar. Cuando el deseo de asombrar a través de la imagen se coloca en un primer plano, tal como en el estilo que ha terminado por patentar Michael Bay, el cine se derrumba y el relato deja de tener sentido.

Sin sentido, pues todo está construido en base a unos mecanismos narrativos tan básicos que podrían hacer pensar que el cine es un lenguaje aún en pañales. Todo sucede bajo una redundante presentación, acción y reacción. Presentación de la piscina de una mansión en la que conviven dos tiburones. La heroína se infiltra en la mansión. El tirano de turno acaba devorado por los escualos.

Que una película necesite demostrar en cada línea de guión cuán inteligentes son sus decisiones y lo brillantes que son sus recursos argumentales dice muy poco de sí misma. Sus actos supuestamente llenos de inteligencia, como en todo el cine firmado por Luc Besson y sus secuaces, acaban resultando banales y rozando el más triste de los ridículos.

En una película sin personas ni personajes, Zoe Saldana busca salir victoriosa de su primer papel protagonista. Es el papel indicado pero no es la película adecuada. La intensidad de su interpretación naufraga en un vaivén de explosiones sin sentido ni interés. La silueta de su cuerpo y el hechizo de un rostro único para el cine acaban disueltos en la banalidad de las imágenes filmadas. Ella merecía algo mejor que la historia de Cataleya.