Carne de perro es una película que se desangra. La herida fue provocada mucho antes incluso de dar comienzo el metraje, y encontrar respuestas en sus propias imágenes no resulta fácil. Puede pensarse en una bestia herida antes incluso de ver en ella una película. Un ser por sí mismo, que respira y siente. Duele contemplarla, al tiempo que genera la ansiedad de comprobar cómo su auténtica naturaleza se escurre en la opacidad de sus imágenes.
Se nos convoca, en un plano cerrado, ante la intimidad de un hombre que lucha por aferrarse al mundo justo cuando éste le ha dado la espalda. La cámara le sigue muy de cerca, casi como si la película hubiese tenido la vocación de filmarse en un continuo primer plano, de hora y media de duración, que se niega en todo momento a separarse de él. El relato se convierte en la historia de un rostro, en la contemplación del andar de un hombre y en la errática travesía que emprende en busca de una profunda redención personal.
Lleva tiempo entender que la bestia herida, encarnada en Alejandro Goic, un actor capaz de entremezclar al tiempo su poderosa presencia física y hacer visible el implacable sentimiento de vulnerabilidad que padece el personaje, ejerció como soldado durante la dictadura de Pinochet, y cuantas más pistas ofrece el relato en torno a esa cuestión definitoria los gestos de rechazo cobran una nueva dimensión.
Carne de perro filma el rostro de Alejandro al tiempo que recorre las calles de un Chile que vive una constante reconstrucción de su historia. La dictadura ha pasado, el país continúa, pero los fantasmas permanecen en el interior de aquellos que vivieron aquellos tiempos de cerca. Por eso Alejandro transita por el país como uno de esos fantasmas, convertido en un recipiente lleno de culpa que deambula dolorido por el mundo. En ese sentido, la película intenta componer el crudo retrato de la humanidad que queda en un hombre que siente que la ha perdido por completo. Alejandro busca ahora un nuevo lugar en el que colocar sus afectos, una manera de hacer las paces con la vida. El verdugo se ha convertido en víctima.
La propuesta formal no podría ser más contundente, a través de esa sucesión de planos cercanos que quisieran ser uno solo. Una decisión de puesta en escena también rigurosa y casi obsesiva, pues sólo vemos lo que ve Alejandro, al tiempo que contemplamos su rostro impasible ante el rechazo de esos intentos de integración. Los detalles en torno a la bandera del país o a abrazar la iglesia tienen menos que ver con lo político o lo religioso que con un desesperado intento de pertenencia. Repetir actos que, en otro tiempo, tuvieron un profundo sentido y comprobar que ahora, en el presente, apenas significan algo.
La primera incursión en la ficción que lleva a cabo Fernando Guzzoni en este impecable ejercicio narrativo, no exento de una emoción de naturaleza casi desesperada, esconde similitudes con el documental firmado anteriormente por el realizador, La colorina (2008), reportaje en torno a la poeta Stella Díaz Varín que enamoró a la poesía chilena durante la década de los cincuenta pero murió en condiciones de pobreza. Superando la inevitable mirada patria, con la que los jóvenes y sugerentes cineastas chilenos del presente intentan hacer las paces con su propio país, parece que al realizador le interese especialmente el retrato de la figura caída en desgracia y observar los ecos de otro tiempo a partir de las imágenes esquivas del presente y de las brumas del olvido. En su búsqueda de un retrato sobre un hombre abandonado, Guzzoni no sólo evoca, sino que también convoca. No sólo visita la memoria, sino que sacude conciencias. El autor de esta prometedora, desgarradora ópera prima, se atreve a bucear en la reciente y dolorosa historia de un país y de su memoria colectiva.