El carancho, esa ave que se alimenta de los animales heridos y que busca en los atropellos de la carretera a su mejor presa, sirve para describir con certera precisión al personaje que interpreta Ricardo Darín, y funciona al mismo tiempo como entrada al universo hostil que reinará en la película a lo largo de todo su metraje.
En la que hasta ahora es su mejor película, Pablo Trapero se sirve de las herramientas del cine negro americano para construir una historia cruel y carente de esperanza en la que florece un romance que parece condenado a extinguir su luz en medio de la oscuridad que le rodea.
Sosa, el personaje de Darín, está completamente atrapado en un sistema que ahoga todas sus posibilidades de salir adelante, y sobrevive en las sombras estafando a las aseguradoras hasta que conoce a Luján, la médica que asiste a uno de los clientes del abogado en la carretera.
Carancho retrata, siempre en un imaginario nocturno, la realidad de la gran ciudad tras la crisis argentina de los últimos tiempos: un lugar convertido en jungla de asfalto en el que los débiles están del todo desamparados y sobrevivir se convierte en el único objetivo, rodeado de la angustia y de la desesperanza del negro discurso de Trapero.
La unión de la pareja supone entonces una utopía, un rayo de esperanza condenado desde su principio a desaparecer, a romperse abruptamente. La existencia de ese pequeño mundo, de esa intimidad llena de bondad perteneciente únicamente a ambos, es el mayor acierto de Carancho como retrato de la sociedad del presente: un lugar donde sólo el amor es capaz de ofrecer un momento de redención a quienes viven en ella.
Soberbias las creaciones de Ricardo Darín, en un registro que combina ira, desesperación y la ternura propia del enamorado, y la de Martina Gusman, esposa y musa del autor del filme y que supera aquí la notable interpretación que ofreciera en la anterior película de su marido, Leonera, en la que era protagonista absoluta.
Llena de aristas y de excesos, de carencias y de los defectos propios de una criatura que no teme la autodestrucción creativa si consigue contar lo que desea haciendo uso de su descarnada pasión por la historia, Carancho se confía a la cámara al hombro tan propia de la narración de Trapero para narrar un guión escrito de una manera soberbia.
En esa despreocupación por la belleza estética y la fuerza imparable de su desarrollo, la película encuentra la mejor manera posible para ser contada. En el plano-secuencia que representa toda la escena final, posiblemente la mejor de toda la cinta, Trapero muestra sus intenciones al demostrar que no le importa destruir sus propios artefactos creativos con tal de conseguir llegar hasta nosotros.