El tercer largo de Javier Fesser apunta un cambio notable en el cine de su autor. Un cambio no tanto estilístico como centrado en su temática, en las formas y en el tratamiento narrativo que adquiere una historia basada en hechos reales y que Fesser deforma adaptándolo al prisma de su imaginación, capaz de distorsionar incluso la mayor tragedia y convertirla en un cuento de hadas.
Pero no nos engañemos. Camino es, ante todo, una obra perteneciente al cine español más acomodado, ese que se mueve al margen de las tendencias contemporáneas, que no mira más allá de sus propias fronteras sino que sólo atiende a su propio ombligo, centrado en las grandes historias que ocurren en la capital, protagonizado por sus ciudadanos más privilegiados y destinada a ellos mismos.
En ese contexto de medios abundantes, donde la tecnología es adecuada, el formato es ideal y todas las áreas artísticas están cubiertas con gran solvencia, la película realizada adquiere un empaque radiante y exitoso. La ingente labor de promoción hace el resto.
Aún dentro de esa maraña que envuelve y castiga hoy al cine español, no conviene olvidar que Fesser es un autor total, y su última obra así lo testigua. El director firma el guión de la película y su labor no se detiene ahí. Suyo es también el montaje del filme, un montaje sin aristas que peca a veces de vanidoso al no permitirse dejar en el tintero ninguna de las secuencias y arrastrar a la película a las dos horas y media de duración.
Otra cuestión en esta estimulante obra, que ha conseguido al menos despertar cierto debate en torno a ella, es adentrarse en la historia que trata Fesser, que con este tercer largometraje parece querer acercarse al drama humano y lo consigue sin abandonar por el camino muchas de sus «locuras» narrativas que aquí entorpecen el relato, lo alargan inútilmente y agranda demasiado las pretensiones de un filme que de otro modo hubiera tenido una dosis mucho más exacta tanto de contenidos como de metraje final.
Cabe preguntarse si la realización de Fesser sobre esta historia de Camino, una niña criada con una familia muy religiosa, que padece una grave enfermedad y que ven en su aplomo una señal de santidad, recibe un tratamiento adecuado. Empezando por una discutible puesta en escena, que juega siempre a la pirueta estilística y al juego de contraposiciones donde el plano bonito cede paso en muchos casos al plano inverosímil.
El director parece querer en un principio acercarse a esta historia donde la religión choca con el sufrimiento de la vida real con la mayor objetividad posible. Pronto abandona ese camino, no se sabe si por voluntad propia o por un error en sus planteamientos.
La supuesta objetividad con que parecía operar se transforma en efectismo (las escenas de los operatorios, de una dureza muy cuestionable), y tampoco parece creer en sus propios logros, pues pocos autores han conseguido rodar la muerte de una manera tan natural, tan real, y sin embargo confiar tan poco en su propia realización al ofrecer un montaje paralelo con otra línea de acción que debilita la trama principal.
Hay otra ingenua salva de guión que pone en peligro todo el edificio, y es esa confusión entre Jesús, el niño del que Camino se ha enamorado, y la figura de Jesucristo. Esa contraposición de un simple nombre y la confusión que genera en los adultos al escuchar hablar a Camino parece querer introducir al espectador en un juego dominado por la impostura y nuevamente el efectismo, y es un lamentable detalle que no funciona en ninguno de los momentos en que es utilizado.
Camino queda así convertida en una niña que no sublima la fe, como creen todos los que la rodean, sino la sublimación de un amor que es capaz de colmarlo todo y de darle unas fuerzas sobrehumanas que le ayuden a soportar el proceso de su enfermedad. Y ambos conceptos se confunden, parece querer decir la película, pues fe y amor son, en el fondo último de las cosas, el mismo sentimiento transmutado en alguien que aún no sabe poner en palabras sus sentimientos más profundos.
Las desgracias que van sucediendo, la enfermedad de la niña, las desoladoras noticias que hunden a la familia gradualmente sí están tratadas con absoluta fidelidad, con convencimiento extremo. El mensaje sigue siendo ambiguo, pues Fesser quiere tratar todo cuanto ocurre con tanta objetividad que ese enorme y constante subrayado se convierte la mayor forma de subjetivismo posible.
El guión pretende que el padre y la madre de Camino constituyan las dos caras morales de quien afronta ese dolor mediante la fe, y quien lo hace mediante la duda. El director, al no quedarse con ninguno de los dos y dejar al espectador que decida su propia manera de creer, desdibuja a ambos personajes y los convierte en meras comparsas de unas actitudes inverosímiles.
Personajes, eso sí, valientemente encarnados por un plantel de actores en asombroso estado de gracia (y aquí reside otra gran cualidad de Fesser como director de actores). La gran mayoría de los actores principales raya a gran altura y ayudan a aportar realismo y coherencia a la historia que el director plantea nunca carente de cierta ingenuidad.
Ese ‘cine de la ingenuidad’, si puede llamarse así a la fresca y hermosa visión del realizador, no es en absoluto una manera equivocada de ver el cine, sino todo lo contrario. El problema, que es también el interés de la hermosa cinta, es esa confrontación insalvable durante dos horas y media en la que desde ese cine de la ingenuidad se trata de narrar la más desgarradora historia posible.