Para hablar de los peligros del fervor religioso, de los mecanismos por los que se mueve la fe en la vieja Europa y de los gestos inocentes y cotidianos que conducen a un extremismo doloroso, el director Dietrich Brüggemann ha escogido hacerlo también a partir de los extremos. Con el personaje de la joven Maria, una adolescente que vive en nuestros días agitada por una educación que oscila entre las grandes virtudes y el sometimiento absoluto a ellas, el realizador parece buscar los mecanismos sociales, las confusiones en el lenguaje y las presiones familiares que han empujado a una chica llena de inocencia al sacrificio voluntario propio de una santa.
Con el deseo de adaptar la mirada a la rigidez de todo cuanto ocurre alrededor de Maria, Brüggemann ha decidido planificar toda la película en solo catorce planos, en paralelo a las estaciones del via crucis que se suceden en la vida de la niña bajo el disfraz del tiempo presente. De ese modo las estaciones se transforman en la discriminación en el colegio, los castigos de una madre intransigente o la anorexia tratada a modo de penitencia.
Catorce planos de una rigidez absoluta. La propuesta nace del deseo de recrear las estaciones de la misma manera episódica que un retablo lo haría en la pintura, pero también parece nacer como reclamo con el que poder legitimar la excelencia del relato, su condición de obra solemne, de interrogación trascendental. Una jornada de catequesis se filma así en un solo plano continuado, descubriendo así la energía con la que el sacerdote transmite sus pasiones pero también la asombrosa manera con la que los niños absorben e interpretan todo cuanto escuchan. O cuando la familia sale a pasear, la cámara fija impone entonces una coreografía a los actores con la que dar un sentido escénico a las interacciones entre personajes. Es decir, el universo formal siempre por encima de la propia acción de la película, lo cual puede hablar de hasta qué punto la decisión de puesta en escena se ha convertido en protagonista del relato.
Conforme la historia avanza y la niña comienza a tener claro su destino final, aparecen unos sorpresivos movimientos de cámara que acompañan a ciertos momentos cruciales del relato. Travellings llenos de significado. Es en esos momentos donde Dietrich Brüggemann pone en juego su particular lectura personal del relato que cuenta, pero también la coherencia de sus propios planteamientos. ¿Tendrían sentido estos tres movimientos de cámara en una película bressoniana, hecha a partir de los gestos y de los planos cortos? En otras palabras, ¿son poderosos estos movimientos de cámara por sí mismos, o lo son sólo por contraste, porque rompen con la rigidez de todo lo anterior? ¿Lograría Brüggemann imprimir de tanto significado a esos momentos si hubiese planificado la película a través de planos cortos, o la imposición del plano secuencia viene derivada de una incapacidad por extraer auténtico significado de las imágenes? La cuestión sobre si Camino a la cruz es o no una película importante radica en este minúsculo gesto, en esta decisión crucial de puesta en escena, de coherencia narrativa.
Antes de que la película conduzca a los títulos de crédito, el realizador se permite un último gesto, un último movimiento inesperado, una toma con grúa desde la que observar al mundo en la distancia. En ese momento la cámara (también Brüggemann) mira al cielo, en busca de respuestas. Una forma de impedir que la película termine negando el significado profundo de la fe, pero también una manera de interrogarnos sobre lo que hemos visto. Una bonita forma, también arriesgada, de decir que Brüggemann no culpa a Dios de las libertades humanas.