Puede que el espectador medio haya terminado por adherirse al mundo televisivo de la serie sobre el propio cine no por el formato y por la duración de ésta, y puede que no sólo por el aumento de la calidad y de su trascendencia, sino también por un proceso de transformación del propio cine.
Ante la crisis, el acontecimiento del cine ha transmutado en entretenimiento ligero. En su contra, la serie de televisión ha alcanzado un estado de cierta seriedad o presuntuosidad a la que quisiera aferrarse el espectador maduro, sabiendo que podrá fiarse de esa seriedad durante toda la letanía de unos capítulos interminables. El cine, en cambio, acaba siendo atrevimiento, riesgo continuo, incertidumbre constante, y una incertidumbre que no suele terminar bien recompensada.
El cine ha terminado instalándose en el acontecimiento del adolescente, en territorio salvaje, en paraíso de la gamberrada y de lo irreverente. Cine de la adolescencia. De repente, el cine de la parodia, el que viene asociado también a la burla y al mal gusto, acaba transformado en la moneda de comercio más fiable. Todos sabemos de qué se trata, al fin y al cabo. Se acabaron las incertidumbres.
En ese estado de las cosas, el cine acaba siendo un lugar sin esperanza en el que los embaucadores, los charlatanes y los zafios encuentran el paraíso de sus despropósitos. Los humoristas sobrevalorados terminarán siendo considerados autores de renombre y campando a sus anchas, la burla soez será el idioma natural del humor, y la ausencia de calidad en todo cuanto ocurre en la pantalla acabará también siendo parte de su lenguaje.
Es así donde nace Caballeros, princesas y otras bestias, en un terreno que trata de mezclar el homenaje a las películas de aventuras de los años ochenta, la parodia al cine clásico y a todo el género de fantasía, y también un festival de chistes con una sorprendente poca gracia que acaba incluso por desorientar ante lo que se está viendo. ¿Cuáles son las intenciones de esta película realmente?, parece preguntarse nuestra consciencia después de presenciar semejante disparate.
No es de extrañar que David Gordon Green firme una película tan floja y vergonzosa, pues sus éxitos del pasado estaban construidos sobre ciertos elementos artísticos de mérito que poco tenían que ver con él mismo y sus capacidades. Lo que extraña es la cantidad de caras conocidas que se prestan al despropósito, quizás convocados bajo la idea de pasarlo bien en un rodaje. ¿Se instala finalmente en Hollywood esta idea de producción, la de un rodaje divertido para quienes intervienen en ella que acabe dando lugar a una película insufrible para el público?
Deslumbra Natalie Portman, en un papel del todo diferente a lo que acostumbra, sobre todo porque no hay un solo actor en la película capaz de hacerle sombra. Tal vez sea ese el único punto de fuga rescatable en una película del todo imposible de aceptar, plagada de gags fallidos y presa de un infierno de sinsentidos. Resultará desolador imaginar, finalmente, que lo más divertido de toda la película quizás sean sus tomas falsas.