Podría considerarse a Michael Mann como el padre de cierto thriller para adultos, ese en el que la frontera entre héroe y villano era cada vez más difusa. Un estilo al que Hollywood terminaría acudiendo con el deseo de legitimar ciertas películas del mismo género pero de menor poso. En sus películas no ha sido tan importante la trama que vehiculaba los filmes, a veces repletos de agujeros de guión y otras veces deliberadamente descuidados, como el dibujo que se hacía de su antihéroe, esa mirada absolutamente crepuscular que baña de melancolía a los personajes y a la propia textura desde la que están concebidas los relatos.
Puede que Blackhat sea una película fallida precisamente porque es una de esas ocasiones excepcionales en los que el descuido a la dimensión argumental ha terminado por absorber las virtudes del cineasta hasta revelar estériles sus decisiones de puesta en escena. La historia de un hacker puesto en libertad para poder resolver un complejo caso criminal despliega sin pudor un arsenal de tópicos propios del género que alejan a Michael Mann, progresivamente, de su mirada personal sobre las cosas. Si bien es cierto que las películas del autor se habían apoyado siempre en elementos conocidos y previsibles a partir de los que construir relatos de sorprendente solidez y no exentos de cierta profundidad, de cierto ánimo existencial, aquí los lugares comunes imposibilitan todo intento de trazo personal, de decisión formal capaz de alzarse sobre el cliché inamovible.
A este respecto, llama la atención la capacidad de ciertos tópicos para borrar todo rastro de identidad, aún cuando Mann propone un paso adelante en su manera de concebir las formas: mientras el prólogo muestra el interior de la red y a los datos navegando a través de ella, la secuencia final trata de establecer una similitud visual en la que los protagonistas se persiguen entre la muchedumbre de una enorme procesión. La comparación entre la información que viaja en la red y las propias personas, convertidas en simples números, viaja tal vez de manera accidentada: el recurso (puramente digital) de la visión microscópica de los bits viajando a través del cableado no hace más que recordar al David Fincher de la década pasada, como si Mann llegase tarde al descubrimiento de esas opciones visuales, mientras que la secuencia final parece diluirse en el combate entre héroe y villano, largamente prometido durante todo el metraje.
Aún cuando ciertas señales inviten a pensar en el gran realizador de antaño (personajes heridos a los que se les ha negado toda posibilidad de amar, la noche como escenario propio del cazador, la representación del personaje en soledad como manera de definir un estado de ánimo), Blackhat se mantiene en una promesa argumental constante que conduce, en ocasiones, a enfrentarse a lo ridículo. Puede que tampoco ayude el trabajo de Chris Hemsworth; incluso formando parte de la tradición de Mann a la hora de infundir en sus actores un semblante hierático, el intérprete invita al descreimiento de la ficción por la forma en la que pronuncia ciertos diálogos cruciales, se mueve o gesticula. Tal vez esté en manos del propio director ese deseo por quebrar la credibilidad de lo que cuenta, dejar las costuras a la vista y hablar, como siempre, de qué imágenes, qué manera de filmar o qué gestos configuran realmente la identidad y el rostro del héroe. La belleza de Blackhat está en esa insistente y valiente forma de preguntarse por cómo representar al icono de acción y continuar siendo comunicante. Las preguntas, esta vez, han conducido a más desencuentros que hallazgos.