Cuando Álex de la Iglesia filmó esta película era el presidente de la academia española de cine, y era también su primer trabajo después de Los crímenes de Oxford, producto diseñado para fortalecer la imagen del autor en el mercado internacional. Ante una coyuntura como esa, sería fácil que el director se creyese en la obligación de justificar su estatus profesional tanto como de revelar sus condiciones de genio.
Es lo que ocurre con Balada triste de trompeta, un artefacto de altos vuelos, que se sirve de la historia política española reciente para construir y justificar sobre ella una fábula en la que la impostura y el pastiche campan a sus anchas no sólo con evidente libertad, sino con una equivocada creencia que ha sobrevolado siempre el cine del realizador: que lo vulgar, lo grotesco y el no tomarse nunca en serio a sí mismo son la mayor demostración narcisista de la desbordante inteligencia de quien está filmando.
La obra más personal de Álex de la Iglesia, dicen algunos, como si el buscar el argumento más retorcido posible fuese fruto de la introspección o de la autorreflexión. Unos payasos en medio de la guerra civil. Dos payasos enfrentados en la época del franquismo. Una historia de amor en medio. La idea de que todos los traumas de un niño vienen de la época de la guerra, tal y como le ocurre al propio país (Santiago Segura encarna al padre, y así es lógico que existan esos traumas incurables) ¿Por qué ese empeño en vincular al cine español con la idea de que sus ficciones deben siempre construirse en base a las metáforas más burdas y bizarras posibles?
A pesar de que, en muchas de sus vertiginosas secuencias, el tamaño de los fuegos artificiales no nos permita admirar las fisuras que contiene su absurdo relato, Alex de la Iglesia no es un buen director, en tanto que no sabe evitar que algunos elementos técnicos se superpongan a su historia y no formen parte de un todo uniforme. Ahí están, como prueba de ello, la espectacular fotografía, o la soberana música de Roque Baños, dueñas y señoras de una función que queda tapada, relegada a un segundo plano cuando la fragilidad de su construcción argumental es incapaz de competir con la fuerza arrolladora del trabajo artístico.
Cuesta reconocerlo, pero de la Iglesia rodó en El día de la bestia su mejor película. Su constante uso de las referencias cinéfilas y de la cultura pop filtrados a través de esa visión retorcida y grotesca ya mencionada, ha terminado por despojarle de su identidad como cineasta. Allá donde debería haber humor o ironía queda simplemente la vulgaridad, y allá donde debería encontrarse buen cine o grandes ideas se esconde el más elemental narcisismo de alguien incapaz de reinventarse a sí mismo.
Bajo esa estética de deliberada vulgaridad (que Kiko de la Rica esconde, de nuevo, bajo su gigante trabajo de iluminación) la película acaba siendo una parodia de sí misma, más cercana al universo estético de los sketches de humor televisivos que al cine. A esto no le ayuda la presencia, de inevitable evocación televisiva, de Carlos Areces, aún cuando su notable creación sea capaz de soportar toda la tensión actoral que Antonio de la Torre le ha puesto siempre a sus trabajos.
La película deambula sin encontrar nunca un tono que la defina, moviéndose entre lo gore, la mera belleza plástica, lo absurdo, lo ridículo, la búsqueda de contrastes, pero nunca encontrará la manera de ser ella misma hasta su escena final, donde la teatralidad del drama se hace más patente. No es tampoco la peor película de su autor, sino algo peor: la certeza de que de la Iglesia ya sólo sabrá hacer un cine inofensivo, nacido con la inequívoca pretensión de provocar a quien lo descubra pero, oh enésima decepción, con un inevitable sabor a nada.