Sí puede hablarse del filme de James Cameron como la primera película que utiliza el formato como elemento narrativo, no sólo añadiendo el impacto simplista de un espectáculo de circo, sino dotando al filme de profundidad, contextualizando las localizaciones, potenciando el efecto de inmersión en un mundo imaginario, en definitiva creado un entorno lo más realista posible para una historia descabellada y fantasiosa que cobra forma real hasta un punto inimaginable.
He ahí la proeza narrativa de Avatar y su contribución a la cinematografía: el hecho milagroso de convertir en casi imperceptibles las diferencias entre realidad y ficción, entre personas reales y los efectos especiales que les rodean, entre los actores y los personajes diseñados por ordenador, más reales aquí que los propios humanos, pues la dirección actoral resulta bien mediocre en líneas generales y los detalles gestuales de los personajes digitales están cuidados hasta el mínimo detalle.
Aquí terminan los logros de la película, que no son pocos. Se trata en el fondo de una clásica historia de aventuras, de acción desmesurada tanto en tiempo como en cantidad, que no se plantea nunca límites a la hora de narrar los acontecimientos y que los solventa de una forma portentosa, superándose a sí misma visualmente conforme avanza su trama.
Es, en suma, la culminación de los sueños de cualquier cineasta: el poder crear un mundo propio e imaginario en el que todo ofrezca un aspecto realmente creíble y espectacular. Una historia que no ponga límites a la imaginación y que ofrezca con solvencia todo lo que la mente sea capaz de concebir.
Éste es, pues, el cine de James Cameron, el cine de la inmediatez, del portento visual, del más difícil todavía, una concepción del cine donde lo importante es crear situaciones dramáticas de interés llevadas a cabo y ejecutadas de la manera más espectacular posible, sin topes, dando siempre un paso adelante y evolucionando la forma en que se plantean retos narrativos y cinematográficos.
Un cine que da todo lo que promete, pero siempre con una cierta esterilidad que no consigue redondear una obra por otro lado y a todas luces sorprendente. Las escenas fuera del mundo alienígena, donde la clásica trama político-militar de los filmes de Cameron protagoniza buena parte del metraje, está tan pobremente rodada y peor interpretada que el contraste entre el altísimo nivel del mundo imaginario con el contexto real salido de cualquier filme de serie B sobre mata-marcianos resulta desastroso.
Es curioso admirar y alabar cualquier pequeño gesto de animación en los rostros de los personajes digitales. Las pobres interpretaciones, sin embargo, de sus compañeros de reparto de carne y hueso abocan la película a una descompensación continua que impedirá definitivamente que la cinta alcance su plenitud absoluta.
Mención especial merece Sigourney Weaver en un inadecuadísimo papel para ella de amazona científica aventurera, casi incapaz de cumplir las exigencias físicas de su papel y de no evidenciar la laguna actoral del trabajo constante sobre un mundo imaginario, pero también sería injusto no nombrar a sus lamentables compañeros de reparto.
¿Puede haber, sin embargo, un personaje mejor construido que Neytiri, esa suerte de nativa perfilada con la misma profundidad, ambigüedad y frescura con que Cameron ha dibujado siempre a sus personajes femeninos?
El mundo alienígena, en cambio, una selva de infinitos colores tropicales, una explosión de color y de diseños de desmesurada grandeza que crean un mundo totalmente particular con una belleza estética y visual y un realismo apabullantes, está conseguido con una perfección abrumadora.
La paleta de colores, esa gama cromática que se antoja perfecta en su búsqueda de la belleza exótica, y la perfección latente en la animación de todas las criaturas que pueblan ese mundo soñado por Cameron y donde cada detalle es traspasado a la pantalla con una genialidad absorbente, son los platos fuertes de una cinta que no se amedrenta ante la simpleza de un guión que en el fondo no deja de beber de fuentes tan clásicas en esencia como la historia de Pocahontas y todos los tópicos posibles del cine de aventuras.
Porque ¿cómo puede hacer un argumento clásico, un desarrollo convencional y que nunca se arriesga a lo largo de tres horas de metraje frente a esa avalancha arrolladora que supone la proeza visual con la que nos encontramos?
Estaríamos hablando ahora de una absoluta obra de arte. Los convencionalismos narrativos y la falta de riesgo impiden que Avatar sea algo más que una proeza visual, pero la película no busca eso. Busca contar la historia de aventuras definitiva, un espectáculo pirotécnico sin parangón y el milagro de hacer posible que toda concepción creativa sea capaz de traducirse en la pantalla con la misma intensidad y realismo visual con la que fue esbozada.
James Horner tiene también buena culpa de que el filme incline su balanza hacia la frontera de lo convencional, al ofrecer una partitura plana y sin personalidad, como es habitual en él desde hace más de diez años. Percusión profusa y uso continuo de sintetizadores en una banda sonora reciclaje de muchos de los temas de su carrera.
Salvo unas pocas excepciones, el Horner de la última época sólo es capaz de ofrecer lo que aquí: unas fanfarrias espectaculares y unos momentos de acción atronadores, pero incapaz de crear un hilo conductor coherente o mínimamente interesante ante una historia que rebosa acción y aventuras pero que también atesora hermosos momentos de intimidad, momentos en los que el compositor se muestra apagado y carente de creatividad, todo lo contrario que su director.
El alcance de Avatar es aún de difícil medición. Sus consecuencias, sin embargo, son inmediatas. Hoy por hoy es imposible conseguir un resultado mejor para contar una historia repleta de fantasía. Se trata de la epopeya definitiva, de la sublimación del cine del puro entretenimiento, de una leyenda contada de una manera perfecta dando vida a una imaginación sin fin. Y en eso, James Cameron es el mejor director que existe.