Desde que Baz Luhrmann acabara con su celebrada y alucinada trilogía musical, ha perseguido largamente el sueño de hacer revivir el cine clásico a través de su intención de convertirse en autor de grandes filmes épicos. No a la manera de Clint Eastwood, que lo intenta a partir de la reivindicación de este como un género ya obsoleto que se revela frente a la supuesta inutilidad de la cinematografía contemporánea, sino como elemento meramente nostálgico y romántico con la pretensión primigenia del cine en mente: ser capaz de entretener.
Luhrmann firma guión y dirección en esta su ‘Australia’, primer paso en esa inesperada, alucinada, imprudente, caprichosa, valiente dirección. Lo que se desprende de lo conseguido es con mucho la esencia de su autor, que ya nos ha acostumbrado a sus excentricidades, al montaje rocambolesco, a extraer interpretaciones histriónicas de sus actores, y por supuesto su portentosa impronta visual.
Lo que diferencia a ésta de sus compañeras de filmografía es precisamente la épica del discurso, lo mastodóntico de su visionario alcance y, a la vez, la asombrosa sencillez y pequeñez de sus mensajes. Ciertamente, cuando uno piensa en esta ‘Australia’ no le vienen a la mente los primeros planos de Nicole Kidman, ni la actuación de ningún otro actor, ni ningún momento musical (pues no los hay). Lo que aparece en la memoria en primer lugar son los planos generales de los desiertos, de la espectacular escena de la estampida, de los momentos cabalgando a través del país y de su transcurrir aventurero antes que en los momentos bohemios o infantilescos propios del antiguo Luhrmann.
‘Australia’ tiene siempre claras sus pretensiones. En sus largas dos horas y media (por momentos, insoportables e insostenibles) se construye un relato épico asentado en la base de un relato donde todo tiene cabida: desde aventura hasta romance, pasando por el manido discurso colonialista o los tópicos de la guerra mundial, y elaborado sobre la reescritura de un acontecimiento como ‘El Mago de Oz’ en la cultura del espectador de la época y su revisitación en la época actual como eterno origen de fantasías e ilusiones, tanto de cineastas como de soñadores puros.
Todo está al servicio de una historia pequeña en su contenido y alcance pero que se vuelve gigantesca por las proporciones de lo que en ella acontece. La visión de Luhrmann se sacrifica por ella, la actuación de Kidman está absolutamente al servicio de ésta, la dirección de fotografía se confabula con los dioses para ofrecer un maravilloso trabajo, constantemente sorprendente en una perfección abrumadora (fotografía que ya quisiera para sí la insoportable ‘Slumdog Millionaire’, que ésta sí conseguiría el oscar en esa categoría).
La película se convierte así en un producto hecho por y para el entretenimiento absoluto. Una manera loable de rescatar el cine clásico, de hacerlo revivir para conseguir unos propósitos que tienen vigencia en el cine contemporáneo. Mientras Eastwood lo rescata para ignorar su condición de fósil y tratarlo como el único y absoluto modo de narrar historias, Luhrmann lo rescata para contar una historia de la forma más atemporal posible. Reconocer que hace uso de un modelo anticuado y ya sin vigencia con brillantes fines narrativos es su gran triunfo.