En un instante de Arraianos, fugaz y pleno de poesía, una serie de fotografías antiguas asumen el protagonismo. Son rostros del pasado, de alguna manera vinculados a ese pueblo perdido que se está filmando. Mientras a lo lejos suenan los restos de una hoguera, aquellas imágenes muestran, desgastadas, el inexorable paso del tiempo. Ya resulta difícil distinguir aquellos rostros, en algunos es casi imposible. La memoria se ha perdido.
A partir de aquella desoladora sucesión de imágenes, que ponen de relieve la inevitable condición transitoria del hombre sobre la Tierra, uno podría pensar en el privilegio del cine como herramienta con la que protegerse del olvido. Tras la visión de aquellos rostros, ya desaparecidos, ¿cómo no admirar la posibilidad de filmar a las gentes de un pueblo remoto y poder rescatar su herencia?
Eloy Enciso penetra en el bosque y se acerca a unos habitantes que construyen su realidad a partir del mito y la fantasía. La propia película se contagia de esa hermosa contradicción. ¿Lo que vemos es realidad o ficción? Lo más sugerente de la propuesta no son sus posibles respuestas, sino la posibilidad de participar del mito, contagiarse, interrogarse con él. Un pueblo con la canción como herramienta colectiva, o con el cuento popular como única forma de explicar su realidad, como si permanecieran siempre en un estado de vigilia entre la existencia y el sueño.
En ese bosque escondido, Arraianos juega su particular vigilia haciendo recitar a sus protagonistas los diálogos de una obra de Marinhas del Valle. La profundidad del bosque se tiñe entonces de misterio y de lirismo, sus imágenes se tornan a la vez tan cercanas como esquivas, crepusculares e impenetrables, dueñas de un espíritu que sortea la fértil imaginación sobre la que están construidas para asentarse con vigor sobre la tierra, como si lo que viésemos se correspondiera en realidad con la visión de la naturaleza, contemplando en silencio a esos protagonistas de lo cotidiano.
La belleza del film de Eloy Enciso se revela cuando quien contempla esas imágenes se atreve a hacerlo bajo el mismo espíritu y la misma mirada contemplativa, esa a la que la narración convencional ha dado en traducir como experiencia espinosa. Sus planos parecen agazapados, esperando el milagro. Los sonidos del bosque parecen hundirse en el abismo del silencio. Los cantos de las mujeres parecen aferrarse a la eternidad. Y en medio de todo aquello está el cine, fijando la musicalidad de las palabras, seducido por las difusas líneas entre lo documental y lo imaginario.
Esa enigmática manera de construirse a sí misma, a caballo entre los recuerdos del pasado, las imágenes y los cantos del presente o la mirada trascendente, que inevitablemente plantea preguntas de futuro, podría emparentar esta mágica y esquiva película con otro film de aliento único, Aita (José María de Orbe, 2009). En ese sentido, Arraianos transita los más sugerentes lugares del cine español contemporáneo.