Cuando Joe Wright filmó El solista (2009), de lejos su obra más desafortunada, estaba haciendo sin saberlo la película más importante de su filmografía, en tanto que era aquella que mejor explicaba quién era este autor y cómo llegó a serlo. Las dosis más agresivas y menos sutiles de sentimentalismo, confundir el relato inteligente con la exhibición de genio o la marcada inmadurez narrativa de anteponer hallazgos visuales al discurrir de la propia historia, son las señas de identidad. Hasta entonces, Orgullo y Prejuicio (2005) y Expiación (2007) habían disfrazado esas evidencias con la pomposidad de una barroca puesta en escena, escondida tras generosos diseños de vestuario y suntuosos decorados que recreaban épocas pasadas. El solista dejaba en absoluta evidencia los zafios procedimientos del director.
Pero no se trata en ningún momento de una trampa, de un sofisticado plan ni de un ingenioso ejercicio. Se trata de pura pasión. Joe Wright adora hacer cine y cada escena supone para él una nueva oportunidad para jugar a las planificaciones imposibles y para poder buscar el plano bonito. Sus películas respiran pasión, pero también el caos creado por la incapacidad de darles un sentido concreto a esas pasiones. Añade a su film toda idea que se le ocurre y le parece brillante, aunque no haya motivos para hacer uso de ella. Es por ello que el resultado final se parece más a una colección de ideas sugerentes, que circulan como si se tratase de un incansable desfile creativo, mientras tiene lugar una historia que avanza a tientas entre ellas.
Es lo que diferencia definitivamente a Joe Wright de los grandes cineastas. Aquí no se trata de encontrar decisiones adecuadas para contar una historia de la mejor forma posible, sino de reunir ideas de una manera azarosa y abrumadora para que la película no cese de señalar en todo momento el genio de su creador. Quizás sea la filosofía del cineasta inmaduro, pero dirige con pasión y su película respira ese sentimiento. Es por tanto una impostura autoconsciente, una invitación al disfrute de sugerentes estampas visuales pero escasa capacidad reflexiva, y para entrar en su juego es tan necesario dejarse llevar por su relato arrollador como evitar confundir ese festival de inofensivos juegos narrativos con la planificación de un maestro.
No hay nada de malo en contar el relato de Tolstoi a través de la mirada, digámoslo así, de un niño. De hecho se trata de algo hermoso, pues revela nuevas formas, nuevos prismas, y se aleja además de toda trascendencia. Los problemas empiezan cuando ese niño cree que cuenta la historia mucho mejor que el propio escritor de la novela. Tom Stoppard, el aclamado guionista de Shakespeare in Love (1998), ha sintetizado el material literario pero no ha traducido ciertas pistas al terreno de lo cinematográfico. En particular, la poética insistencia de la novela sobre la presencia de los trenes y su funesta relación con la protagonista se revelan, en el terreno de la imagen, como un ejercicio redundante. El origen del drama es también insistente: ¿cuántas miradas entre los amantes prohibidos son necesarias para inaugurar el romance? Es una película muy poco consciente de los tópicos que utiliza en cada pretendido hallazgo, y esa agotadora vanidad empuja la impostura autoconsciente al terreno de lo irresponsable.
La obra de Tolstoi revela la hipocresía de una sociedad que se escandaliza con el adulterio de Anna pero que, al mismo tiempo, sufre por sentirse incapaz de dar ese mismo salto hacia la búsqueda del amor verdadero. El retrato de época queda ensombrecido por la carga dramática que soporta la protagonista. Sólo hay momentos para el respiro cuando Levin, el protagonista de un relato que transcurre de forma paralela pero que contiene alguno de los mejores momentos de la función, se adueña de la película y la transporta a los amplios paisajes de las afueras. El decorado de un teatro para representar la falsa naturalidad de la vida social y los espacios abiertos para representar las acciones libres de ataduras. Pero ojo, pues el plano final concibe un espacio abierto dentro del propio escenario. De nuevo la impostura autoconsciente, que desdibuja sus conquistas, por otro lado inspiradoras, porque prefiere encontrar la imagen memorable antes que cumplir sus propias reglas.
La película se torna infinitamente más poderosa cuando abandona sus manidos procedimientos narrativos y se abandona a representar con imágenes las pasiones humanas, los celos, los sentimientos que se clavan como objetos punzantes en lo más profundo, hasta donde sólo la imagen, no la palabra, es capaz de llegar. Ahí es donde la película alcanza lugares a los que no tiene acceso la novela de Tolstoi. Tiene sentido entonces que Keira Knightley tenga la libertad suficiente como para hacer uso de todos los excesos gestuales que ya exploró en Un método peligroso (David Cronenberg, 2011), si bien las limitaciones actorales de su compañero, Aaron Johnson, crean un fuerte contraste que no favorece a ninguno de los dos, sino que ponen en evidencia ambos extremos.
Un abanico que se sacude con fuerza en una escena llena de silencio, el vals de una banda sonora que engulle toda representación visual, el abuso del montaje paralelo… Todos los recursos se exponen siempre en primer plano. ¿Es necesario llamar constantemente la atención sobre lo genial que se está siendo? Conviene señalar, además, la diferencia entre el virtuosismo narrativo frente a la riqueza estética que proporciona contar con Seamus McGarvey, un fotógrafo que se entrega aquí a la búsqueda de imágenes inmortales. Belleza que se coloca por encima de la puesta en escena escogida por el director, la elección del encuadre y su incapacidad para hablar de los personajes a partir del retrato visual. Ahí es donde radicaría el verdadero genio y no en este festival de ideas concatenadas.
Otra disciplina que conquista y embelesa es la banda sonora. ¿Cuántas veces suena el tema principal durante el metraje? Existe una profunda sincronía con la banda sonora en todo cuanto ocurre en pantalla, pero por desgracia nos encontramos de nuevo frente a una impostura y no frente a un relato sinfónico. Cuando Anna Karenina deja a un lado el ritmo chispeante de sus primeras escenas, desvela que la película toma su identidad a partir de una mera acumulación de grandes vestuarios y deslumbrantes disciplinas técnicas sin un hilo conductor poderoso. El aliento poético de la cámara se revela entonces desdibujado, incompleto, insuficiente, lejos del espíritu de Tolstoi.
El género romántico y el drama de época ayudan a vestir la película de Joe Wright con el manto de un cine maduro al que no pertenece. Lo demostró en el pasado y lo demuestra aquí, cuando terminan las coreografías ensoñadoras y empieza una oscura tragedia que no puede ocultar su vacuidad. Y es en esa vacuidad donde Wright encuentra su película, y se abandona a ella con una pasión contagiosa. Si en el relato Levin descubre que lo único importante ha sido atreverse a alcanzar el amor romántico, Wright descubre en su amor por el cine la única razón por la que continuar filmando, ya sea compartiendo la dicha del personaje masculino o acercándose a la tragedia funesta de su protagonista. Anna Karenina podría haber sido una sinfonía visual, pero en el fondo prefiere aferrarse a lo conocido. La diferencia con el resto de la filmografía del realizador es que, por primera vez, la montaña de excesos en busca de la película imposible le gana la batalla a la exhibición de genio. Al acercarse a una caricatura de sí mismo, Joe Wright ha concebido su mejor película.