El último filme de Alexander Sokurov tiene mucho de poesía. Hasta tal punto que el argumento es una excusa que se diluye hasta ser prácticamente inexistente, y poder constituir así cierto homenaje al pueblo ruso y a las tropas destinadas en Chechenia.
Sokurov encarna en Aleksandra, esa suerte de valiente anciana que batalla por llegar hasta el campamento donde su nieto comanda una de las tropas, convertida en el símbolo del amor, a todas luces maternal, que el pueblo siente por esos soldados y a la vez un lamentoso canto fúnebre al saber que es muy posible que ninguno de ellos regrese al hogar.
El mensaje es claro y evidente, pues Sokurov expone concisamente sus planteamientos y su discurso se mantiene firme de principio a fin, moderado por una estética condicionada por la guerra, una estética dura, árida, y a la vez incomprensiblemente llena de poesía. La finura con que filma Sokurov no tiene precedente alguno, ni siquiera en los refinamientos estilizados de su maestro, Tarkovski, cuyas tracerías visuales son asumidas pero nunca imitadas por el discípulo, que integra esa referencia en su cine y la aplica al desarrollo de un concepto visual inextricablemente trenzado con el proceso emocional que vive la película y su personaje principal.
Este paseo aletargado de la mano de una anciana resulta conmovedor, y no por un pathos lacrimógeno que se decante por la tragedia gratuita y efectista, sino por ser un trayecto entrañable que conduce a las miserias humanas más simples, al amor más elemental, a los despojos de vida que quedan en el contexto de una guerra inacabable y que se lleva justo a aquellos seres más queridos.
Aleksandra se despide de todos ellos convencida de que nunca los volverá a ver, y en ella no se adivina tristeza, sino una entereza conmovedora, una fuerza interior que golpea al espectador y le sugiere que tal vez sea así, con ese enorme espíritu, como deben vivirse las grandes historias.