No resulta raro ver a Kore-eda deambulando en la periferia de los terrenos del género fantástico. Sí es curioso, por el contrario, ver cómo se sirve de el mundo contemporáneo, de sus luces y contradicciones para contar una fábula de tono añejo, inequívocamente suya.
El planteamiento se presenta con descaro, con súbito ímpetu, en una premisa de fuerte atracción pero de débil resistencia: una muñeca hinchable, que rellena el hueco que ha dejado la novia de un personaje anónimo de la gran ciudad, cobra vida y trata de construir su propia vida en secreto, al margen de aquel que la utiliza.
El director no plantea diferencias a la hora de unir los instantes en que aparecen la muñeca y la actriz que representa su carnalidad. No se trata pues de una transformación, sino de una metáfora plausible y evidente de todo lo que quiere contar su autor a través de una fábula sencilla y de corte previsible, nada ajena a los cánones del cine comercial más accesible.
Una fábula poco precisa, pero inequívocamente tierna, que señala con desesperanza el vacío espiritual, la absoluta indefensión del ser humano, la falta de sentido vital, y muestra un deambular hacia ninguna parte en la que la película es capaz de mostrar su cara más amarga y dejar aún lado la ternura y la delicadeza con la que relata una vida que comienza a dar sus primeros pasos en un cuerpo adulto.
Surgen así las aristas de un mundo que no concibe la inocencia, que ha pactado la sumisión de la mujer con una complicidad social nunca reconocida, en el marco de una historia que plantea la vacuidad del culto al cuerpo y a la estética con una simplicidad de recursos asombrosa.
El gusto por el plano bonito de Kore-eda no obedece a un mero sentimiento estético, como anuncia el mensaje de su film, sino a un compromiso con cierta manera de contar las cosas, de mostrarlas para revelar su verdadera identidad, su auténtico valor.
Air Doll alcanza su cénit cuando la muñeca, convertida ya en persona de carne y hueso, no entiende la celebración del rito del cumpleaños, y señala con premura a aquellos actos importantes y diminutos a los que hemos ido despojando de su importancia y del poder de sus símbolos.
Cabe preguntarse entonces si siempre ha sido una persona real, y es en el momento en que empieza el relato cuando se da cuenta. Sumisión, sin sentido y nulidad son conceptos que se presentan continuamente a lo largo de la película bajo diferentes caras.
En el deseo de exhalar el último aliento dentro suyo de aquel que ha intentado rellenarla de aire nuevamente se encuentra uno de sus mejores momentos de una cinta que no se cansa de gritar que el vacío que sentimos sólo lo pueden llenar otras personas.
La película se extiende de manera exagerada y su autor vuelve a evidenciar sus latentes problemas para controlar el ritmo y poner punto y final a sus relatos, que se alargan considerable e injustificadamente hasta que pierden el equilibrio.
Air Doll se aleja de las obras maestras del realizador japonés. En ella vuelve a construir una fábula en bruto, llena de una belleza incontenible, a la que le sobran muchos elementos para lograr que despliegue toda su fuerza. A pesar de todo, la mano maestra del director de Still Walking hace que una fábula sencilla como ésta se instale con ternura mucho tiempo en nuestra memoria.