Habría que acudir a la filmografía de Naomi Kawase, a la belleza de sus planteamientos formales y a la profundidad espiritual de sus temas, para descubrir en Aguas tranquilas una película totalmente alejada de todo lo anterior y, al mismo tiempo, un filme que pertenece a la realizadora de manera inequívoca.
El relato se aproxima a la historia de amor de Kaito y Kyoko, dos adolescentes que aún apenas saben relacionarse con el mundo que les rodea. Ambos atraviesan un momento vital marcado por su vínculo familiar: ella debe enfrentarse a la despedida definitiva de su madre, ya moribunda pero eternamente vitalista, mientras que él debe aceptar la separación de sus padres y contemplar cómo su madre trata de seguir adelante. Los chicos aún no entienden cómo la vida es capaz de abrirse paso aún en los acontecimientos más críticos de sus jóvenes vidas.
A pesar de que el tema de la muerte sigue presente en el cine de Kawase como elemento central, y que la escena del fallecimiento de la madre de Kyoko es el poderoso, doloroso y conmovedor epicentro de la película, el tono edulcorado de la cinta es totalmente inédito en la cineasta: música extradiegética por primera vez, una idílica y primeriza relación amorosa, el mar como importante elemento estético, el paisaje no como vía para contemplar a los personajes, como hasta ahora, sino como otro protagonista de la historia y, en fin, el propio uso del color parece ajeno a la trayectoria de la realizadora.
Y, sin embargo, el alma de la cineasta continúa presente en cada plano de la película, desde su profunda fascinación por la naturaleza hasta sus continuos interrogantes sobre la vida y la muerte, que vertebran todo el relato solo que ahora ya no en primer plano, sino tras el romance de los adolescentes. El dispositivo formal parece haberse acomodado, pero los instantes más potentes de su cine siguen tan vivos como siempre. El clima sigue yendo al compás de los sentimientos de los personajes, y los ancianos son siempre los que, tanto en su cine como en la vida, ofrecen la observación en apariencia menos trascendente pero también la más lúcida.
Lo que puede llamar la atención en Aguas tranquilas, invitando a una lectura apresurada, es la sensación de encontrarse frente a un filme lleno de una sensibilidad sobrecogedora pero también profundamente ensimismado, hasta el punto de perderse a sí mismo durante el metraje. Una película de vaivenes, si se quiere, tan irregular, dispersa y esquiva como el resto de la filmografía de la autora de Shara (2003). Sin embargo no cuesta descubrir que Kawase sigue necesitando, aún en su relato más estilizado hasta la fecha, ese discurrir errático y huidizo de lo narrativo para que su cine pueda respirar el mismo hermoso caos que destila el transcurso incierto de la vida.
El comienzo de la película es toda una declaración de intenciones: imágenes del mismo lugar de la costa en dos momentos diferentes en el tiempo, al principio filmado durante un temporal y más tarde con la mar en calma. Dos instantes que dialogan entre sí y que suponen también un pequeño resumen de la película tanto como de la obra de la cineasta: imágenes que hablan sobre la fugacidad del tiempo y de la muerte como símbolo de cambio y de constante renovación. Mientras los personajes continúan cantando y lamentándose sobre la marcha de sus seres queridos, Kawase filma las olas de la playa en un constante vaivén para recordarnos que nada termina, que todo cambia, y que el cine es el privilegiado espectador de esa transformación milagrosa.