A ciegas (Fernando Meirelles, 2008)

Blindness

El brillante Ensayo sobre la ceguera de José Saramago sirve a Fernando Meirelles para realizar su tercer largometraje y proseguir una carrera cinematográfica tan estimulante como ingobernable.

Igual que si se tratara de una pirueta circense, de un “más difícil todavía”, el autor ha traspasado las fronteras del propio lenguaje que buscaba con su cine y busca nuevos horizontes. Ciudad de Dios y El Jardinero Fiel guardaban enormes similitudes en espíritu, en estética y en su fondo, la necesaria revelación de las injusticias en las latitudes de la pobreza extrema. Allá donde la justicia no llegaba parecía querer llegar la cámara de Meirelles para hacer latente aquellas situaciones a los ojos del primer mundo.

El director vuelve a cuestionar esos ojos privilegiados del primer mundo, y traslada su cine al primer mundo para demostrar cómo todos aún seguimos ciegos ante lo que sucede a nuestro alrededor. Ha cambiado el paisaje, ha mudado su geografía a un panorama más accesible para el espectador occidental, pero su mensaje en el fondo sigue siendo el mismo. Simplemente ahora cuestiona el otro lado, el de las personas que tienen los recursos pero no vuelcan sus capacidades en favor de quienes las necesitan.

Y Meirelles detiene ahí su discurso social y político, pues en su búsqueda de un nuevo cine que le entusiasme y le emocione, encuentra una propuesta que le permite explorar una estética completamente diferente, y encaminar su relato a una sucesión de imágenes que intenten contar ese relato visualmente.

Blindness se convierte así en un ejercicio de cinematografía absoluta, donde incluso el argumento es engullido por los retos artístico-estéticos, y el discurso queda fagocitado por la búsqueda de la mejor forma de contar una historia que funciona con inusitada fuerza sobre el papel, pero que sobre la pantalla produce serias dudas acerca de su sostenibilidad.

Dueña de un plantel actoral asombroso, resulta lastimoso comprobar que todos los personajes están presos de una carencia absoluta de evolución en sí mismos, y esa cualidad plana que los envuelve arrastra también la narración a un desarrollo ensimismado y lineal, donde el mayor aliciente es apreciar las cualidades visuales y la experimentación que Meirelles realiza sobre el color, la saturación, la ausencia de éste, la sobreexposición, el arte del montaje, la actuación coral y la mano invisible de un director que engañosamente controla todas las parcelas con una maestría espectacular.

La película se pone aún más cuesta arriba cuando comienzan los problemas de convivencia en los guetos donde los enfermos han sido recluidos, y consigue redimirse a sí misma en su parte final al volver a encontrar su propio ritmo y lenguaje y abandonar las falsas representaciones de una injusticia social en el microuniverso creado por los enfermos que en la pantalla resulta innecesaria e insustancial.

El tercer largo de Meirelles se salda pues acusando a sus dos predecesoras de sus abundantes logros, pues han agotado a un director que busca aquí nuevas formas y maneras de hacer cine. En esa búsqueda encuentra interesantes respuestas, que prometen hacer de él un autor aún más necesario, pero también la historia se resiente al pasar del papel a la pantalla y queda finalmente una enorme descompensación entre lo inerte que resulta el relato y la fuerza imponente de su inmaculado inconformismo estético.