Dos mendigos vagan por el desierto huyendo de la guerra, que han dejado a sus espaldas. Parece el final de una historia, y no el principio de la nuestra.
Mientras discuten sobre lo que harán a partir de su huida, la llanura se extiende ante ellos hasta colmar el horizonte, una llanura que parece extenderse hasta el infinito.
Pero de repente, todo cambia. Se hablan con hostilidad, con miedo ante un futuro incierto, discuten, se acusan el uno al otro, se enzarzan en una pelea, y entonces, de repente, aparece ante ellos un samurai, como por arte de magia.
Un samurai herido y perseguido por un numeroso grupo de soldados a caballo y al que terminan rematando ante la asustada mirada de los dos mendigos.
Todo acontece en una llanura de longitud inabarcable, desnuda y desértica, en la que no hay posibilidad de ocultarse para poder llegar hasta ellos. No habían advertido hasta entonces la presencia del samurai herido? Cómo es posible?
Son los primeros compases de La Fortaleza Escondida, de Akira Kurosawa. El plano que sostiene la mirada de los dos mendigos es desértico y vacío, pero nada es lo que parece.
Se inicia así una película dominada por la frágil verdad de las apariencias: una construcción abandonada es en realidad una fortaleza escondida, el guerrero furtivo es en realidad el guardaespaldas de una princesa, la propia princesa finge no tener habla para pasar desapercibida y, en fin, ni siquiera las imágenes están impregnadas de verdad, sino del temor por lo que se oculte tras ellas.
Pero, a través de la secuencia que abre su película, Kurosawa parece querer decir algo más. La fuerza del plano brilla con una intensidad asombrosa, atesorando con pasión y sabiduría una lúcida idea plena de sencillez.
Tras la cámara se esconde todo un universo, cuyo único límite es el pensamiento humano, capaz de ser volcado en la pantalla. Qué se esconde en cada película, pues, tras el limitado encuadre de lo que nos muestra la cámara?
Ese plano le otorga al cine su cualidad primigenia, la de hacedor de mundos, creador de emociones, constructor de historias. Todas las historias son entonces posibles, todas las imágenes son también posibles, todos los universos son posibles.
Y en la aparición de las historias delante del encuadre, que son también nuestros ojos, ya sea un samurai herido, un regimiento de soldados a caballo o el mundo entero, se encuentra siempre presente el mayor regalo del cine: el de la representación soñada, la recreación absoluta del mundo imaginado, el de hacer posible la magia imposible, y no sólo la capacidad de hacerla posible, sino también convertirla en cercana, tangible, imperecedera.