Un segundo (Zhang Yimou). San Sebastián 2021 – Sección oficial
A estas alturas ya no tiene demasiado sentido hablar de la fotografía en las películas de Zhang Yimou. Tampoco lo tiene hablar de cómo tratan de personajes que corren desesperados de un punto a otro con la remota esperanza de encontrarse a sí mismos al llegar a la meta. Tampoco es ninguna novedad recordar que en otros de sus grandes títulos es el colectivo lo que construye los relatos. Aquí se dan cita ambas cosas, los personajes que deambulan por la pantalla y también la multitud, y quizá el problema sea que ambos relatos en cierto modo se molestan más que se complementen entre sí: mientras la historia colectiva parece construirse con identidad propia, el relato de los protagonistas conduce a terrenos más elementales, peligrosamente tópicos, quizá moralistas. Pero su presencia e insistencia desemboca en un hermoso lugar que tal vez da sentido a la película: la idea de la repetición a través del cine, ese deseo de abrazar lo inasible, la relación de nuestros afectos con las imágenes que vemos. El cine como prisión del alma. El protagonista termina atrapado observando en bucle las imágenes de su propia hija en la pantalla, un abrazo tan imposible como el de encontrar un fotograma en la arena del desierto.
Eles transportan a morte (Samuel M. Delgado, Helena Girón). San Sebastián 2021 – Zabaltegi
Es interesante descubrir qué elementos había de Samuel Delgado en Blanco en blanco (Theo Court, 2019), film que también reflexionaba sobre el poder de la imagen. En conjunción con Helena Girón, la reflexión se ha hecho aún más universal: Eles transportan a morte habla del poder de los símbolos, sobre el significado que les otorgamos y sobre cómo configuran nuestra propia identidad. Con esa potente premisa y con el imaginario colonial en mente, la deconstrucción termina siendo absoluta, el ejercicio se atreve a llegar hasta sus últimas consecuencias. Tal y como ocurría en Montañas ardientes que vomitan fuego (2016), el trabajo con la propia materialidad de la imagen no es algo accesorio, sino que da sentido y forma al propio relato, condiciona la puesta en escena para terminar dando forma a las obsesiones estéticas de ambos cineastas. La incandescencia de sus imágenes ha convertido sus obsesiones en visiones viscerales, profundamente telúricas.
La Croisade (Louis Garrel). San Sebastián 2021 – Perlas
Sorprende recordar que Philippe Garrel abordase sus relatos desde la absoluta trascendencia y que, sin embargo, su hijo Louis conciba el cine desde lo puramente lúdico. Esto, que podría situar su cine en los terrenos de lo decididamente menor, genera una cierta ventaja que el joven cineasta aprovecha bien: conducir la narración de puntillas hacia terrenos oscuros. Con todos sus defectos, con sus pequeñas trampas al descubierto, el film se adentra en un profundo optimismo que colisiona con la tormenta que está teniendo lugar alrededor, desde la desintegración de la pareja hasta el colapso medioambiental del planeta, pasando por la llegada prematura a la edad adulta del hijo. Su último plano, en el que se rescatan los bailes alocados y torpes del joven, bien podría ayudar a definir la película: una en la que, reconociendo sus limitaciones, es capaz de ver (y pedir) en el niño el mismo respeto por sus errores que por sus conmovedoras decisiones.
Rosa Rosae. La Guerra Civil (Carlos Saura). San Sebastián 2021 – Inauguración
A través de pequeños grabados en blanco y negro y enteramente conducido por la música de José Antonio Labordeta, Carlos Saura conforma una pequeña miniatura que tiene mucho que ver con un distante recuerdo autobiográfico, el de una infancia marcada por unas lecciones cuyos ecos aún resuenan en la memoria y por la constante presencia de los efectos de la Guerra Civil. Saura, siempre entregado a que sea la música la que atraviese el corazón de sus películas, permite que la canción de Labordeta resuene en las imágenes mientras los grabados terminan revelándose como una suerte de Guernica particular.
Unwanted (Lena Lanskih). San Sebastián 2021 – New Directors
Cuando le piden a Vika, una adolescente que afirma haber sido fecundada por su hermanastro, que demuestre esas graves acusaciones poniendo sus senos al descubierto, la niña se retracta. Hace tiempo que Vika empezó a rechazar su propia imagen, a huir de sí misma y de los espejos, el mismo tiempo que lleva tratando de ocultar al mundo la llegada del bebé. La cinta pone de manifiesto las barreras de una sociedad patriarcal en la que Vika nunca puede decidir por sí misma, la identidad se ahoga y los futuros posibles desaparecen. En una larga y sofocante primera secuencia, tomada con un teleobjetivo que observa el interior de un coche, Vika se debate entre librarse del bebé por la vía rápida o cargar con esa responsabilidad que anula toda opción de seguir adelante. Quizá el problema de Unwanted es que en esta brillante escena de apertura se encuentran ya todos los elementos que terminará poniendo en juego el film, desembocando en la redundancia discursiva propia de la opera prima. Una insistente cámara al hombro persigue a la protagonista en la tradición del cine social de décadas pasadas sin que sus tribulaciones terminen por cristalizar en algo más que el estado de ánimo inicial con el que Vika presentaba el relato. Su andar errático es solo un pretexto para mostrar que el mundo se ha convertido en un callejón sin salida, si bien en realidad el film alcanza una cierta identidad propia cuando Vika combate con su propio interior y no tanto cuando pone en escena un mundo con solo dos dimensiones. Esos momentos oscuros son también los más apasionantes: el enfrentamiento con el propio cuerpo o el rostro borroso del bebé en las fotografías, ideas brillantes con las que la película coquetea para terminar abrazando terrenos más seguros. Su larga secuencia final intenta lanzarse a por una auténtica puesta en escena de la desesperación, pero en su ausencia de respuestas también pueden encontrarse otras conocidas trampas del autor novel. Esta vez con la región de los Urales como fondo, Unwanted pertenece a ese tipo de cine en el que la denuncia parece necesaria pero por sí sola no es suficiente.
Jesús López (Maximiliano Schonfeld). San Sebastián 2021 – Horizontes Latinos
Abel lleva consigo el nombre bíblico del nómada, el que vaga eternamente. Su comunidad ha sido golpeada por la muerte de su primo Jesús, un joven piloto de carreras. De manera casi accidental, Abel termina ocupando el lugar del otro, llenando el vacío que las personas de alrededor aún no están dispuestas a asumir. Todo se sucede de forma inocente pero el chico acaba durmiendo junto a sus tíos, llevando la ropa de Jesús, pilotando su coche o frecuentando a los que fueron sus amigos.
En un momento crucial cuya conmovedora decisión formal puede recordar a la también decisiva Betrayal (Kirill Serebrennikov, 2012), el cuerpo transmuta y ya no vemos a Abel, sino a la representación física de quien era Jesús o, al menos, al actor que debería encarnarlo. Se inicia así un proceso fascinante de suplantación fantasmagórica donde, además, la puesta en escena se lanza al fin a un riesgo estético cada vez más acentuado, en un terreno donde la poesía y lo fantasmal han conquistado toda lógica. No se trata solamente de explorar la negación, la más prematura fase del duelo. Se trata de un largometraje incisivo, oscuro, más contenido de lo que su apabullante cuidado formal pueda sugerir y que, como la Laura de Preminger (1944), convoca a los muertos para descubrir a través de las imágenes todo aquello que estos se llevaron consigo.
Petite Maman (Céline Sciamma). San Sebastián 2021 – Perlas
Tal vez por vez primera, la sensibilidad desbordante de Céline Sciamma ha superado toda prisión de la forma. Del mismo modo que ocurría en Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa, Hippolyte Girardot, 2009), el bosque toma el papel de espacio redentor, de puente entre dos tiempos, de símbolo de aquel momento en el que la infancia pasa a ser otra cosa. Es un momento importante: la abuela ha fallecido, la madre debe hacer las paces con ese mundo que se acaba y la nieta debe descubrir y aceptar que su madre una vez fue niña como ella. Al otro lado del bosque se encuentra la misma casa de la infancia pero en un viaje temporal en el que la niña puede encontrarse con la versión de ocho años de su propia madre y con una abuela que, de repente, ya no parece tan mayor. La aparición fantasmagórica surge sin aspavientos, sin subrayados, jugando en medio del bosque. La sencillez de sus formas resulta engañosa: esta no es una película cualquiera, los largos planos que persiguen a las niñas buscan también una suerte de comunión espiritual entre ambos personajes, en un abrumador intento de poner de manifiesto lo que de universal hay en esa primera mirada hacia el mundo. Como en Ponette (Jacques Doillon, 1996), también dolorosamente hermosa, el recuerdo y la memoria de los que se han ido viene a colocar todo en su sitio para lo que aún está por llegar.
Benedetta (Paul Verhoeven). San Sebastián 2021 – Perlas
De una manera previsible, la novela Immodest Acts: The Life of a Lesbian Nun in Renaissance Italy (Studies in the History of Sexuality), de Judith C. Brown, ha quedado convertida en manos de Paul Verhoeven en una suerte de El Papa terrible, aquel relato de Jodorowsky que en un tono lúdico y sin sutileza alguna ponía patas arriba el Renacimiento para establecer una feroz carga en contra de las prácticas de la Iglesia y sus numerosas incoherencias. Como ocurre de manera habitual en la filmografía de este terrorista del cine de género, el film intenta transitar una fina línea que siembre ambiguas pistas sobre si en algún momento se toma en serio a sí mismo, del mismo modo que ocurre en el relato con la credibilidad de los estigmas que va sufriendo su protagonista. Benedetta está atravesada por unas visiones en las que la joven se ve rescatada por Jesuscristo que ya anuncian la forma en la que el film no dejará títere con cabeza. De manera descarada, la visión del macho se impone hasta alcanzar lo desagradable en este universo construido por mujeres. La garra de la juventud y el pulso de la madurez del cineasta se han ido desvaneciendo hasta que su mirada socarrona lo ha terminado protagonizando todo. Estamos lejos de la pulsión estética que daba sentido a Showgirls (1995), atraído más por las costuras del relato que por la gramática con la que abordarlo. En esta nueva etapa de Verhoeven que parece haber empezado con Elle (2016), el cineasta continúa buscando maneras de boicotear su propio cine mientras se divierte en el proceso.
El buen patrón (Fernando León de Aranoa). San Sebastián 2021 – Sección Oficial
Han pasado veintitrés años desde Barrio (1998) y veinticinco desde Familia (1996), pero Fernando León de Aranoa continúa persiguiendo las injusticias y desigualdades de su alrededor a través del cine. Lo hace, además, a partir de una fórmula que ha ido confeccionando con el tiempo en la que el guion propio y los contextos sociales son las únicas constantes. El buen patrón vuelve a adentrarse en los terrenos del empleo precario como ya hiciera con Los lunes al sol (2002) o la citada Barrio, solo que ahora la figura central es el jefe de una pequeña fábrica en una ciudad española de provincias, un papel tentador para cualquier intérprete y que Javier Bardem convierte en reclamo y sentido último de la película, abordándolo desde la caricatura como también ocurre con la propia representación de la sociedad española en el film. León de Aranoa intenta poner de relieve los abusos de poder del personaje a través del humor, aunque a veces el trazo grueso de la caricatura folclórica sobre la que se construye este universo juega en contra de su capacidad comunicante: los arquetipos del cine español, el sexo, lo escatológico, el enredo familiar o el tratamiento del personaje marroquí sitúan el relato en unos terrenos muy concretos que a veces se revelan como una apuesta sobre seguro y no casan con esa buscada elegancia que se le presupone al texto. La incapacidad de síntesis (120 generosos minutos) de un proyecto que se plantea como comedia ligera también supone un obstáculo. La ventaja es que la variedad de recursos de Bardem, la libertad que posee para desplegarlos y la riqueza propia del villano convertido en protagonista generan una dinámica de cierta fluidez que permite denunciar la figura de ese patrón convertido en peligroso gobernador velado del mundo moderno. Las virtudes están ahí, como lo estaban hace veinticinco años. Quizás lo único que haya cambiado sea la inocencia del espectador y por tanto las costuras acaben siendo más visibles. En el recurso de la esposa que no recuerda algo que iba a contar a su marido y recuerda en el momento exacto para que la trama avance puede encontrarse uno de tantos detalles que desvelan los mecanismos de un cine que, en otro tiempo, nos resultaba deslumbrante.
Azor (Andreas Fontana). San Sebastián 2021 – Horizontes latinos
Con una sobriedad inusual en el thriller contemporáneo, un banquero privado de Ginebra viaja a Argentina durante la dictadura y se inicia, de forma sutil y progresiva, un descenso a los infiernos de las altas esferas que, como ocurría con la lúcida Rojo (Benjamín Naishtat, 2018), se contagia con acertada contención de las formas estéticas de la época a la que representa. Por el camino, Andreas Fontana se permite retratar con desdén a toda esa burbuja de la burguesía del momento bajo el mismo filtro grotesco con el que Lucrecia Martel los dibujaba en sus primeras películas. El thriller avanza cerrándose sobre sí mismo y las sombras del relato se alargan, dejan de ocultarse bajo la fachada de los buenos modales. Hay tal carga dialéctica que, en ocasiones, seguir la trama se asemeja a un auténtico ejercicio literario. La película termina pareciéndose a un filme dirigido por un joven Coppola en el que los despachos se vuelven panteones de la infamia y altares de los grandes secretos, sin olvidar un sorprendente tramo final que por momentos abandona su discreción formal y que bien podría recordar a Martin Sheen remontando el río como el capitán Benjamin L. Willard, con una carga simbólica además muy parecida.
Apegada a su personaje hasta el último momento, acompañándolo y tratando de comprenderlo, filmándolo como si la cámara fuese en algún momento a apoyar al personaje con una palmada en su espalda, Azor indaga en los procesos por los que hasta las personas más íntegras se acaban corrompiendo, y para hacerlo no teme serpentear por un denso relato concebido y orquestado por el propio director. El talante de la historia es tan sórdido como sobria es su manera de plantearlo, con una madurez impropia de un cineasta que firma aún su primera película. El generoso texto termina imponiéndose sobre las imágenes como una losa revelando toda su carga dramática, dando a luz un filme con la apariencia de otro tiempo en el que se reflejan las constantes económicas que sobreviven en el presente.
Drive My Car (Ryusuke Hamaguchi). San Sebastián 2021 – Perlas
En un momento de este descarnado relato sobre el desafío de vivir el protagonista, un director de teatro que ha aceptado adaptar a Chéjov en Hiroshima, confiesa durante un trayecto en coche la tragedia que sufrió dos años antes, descrita en tiempo presente durante el primer tercio de película. Esa revelación posterior, que en el film no es más que la repetición verbal de lo que ya hemos visto, permite que trasluzca el profundo compromiso de Hamaguchi con sus personajes, la deferencia hacia sus historias personales, filmarlos en silencio como una muestra de respeto hacia su dolor. En Drive My Car, por tanto, la duración es un instrumento más para explorar las emociones de sus protagonistas. Adaptar la novela y su estado de ánimo cobra todo su sentido. La estructura es la primera de sus grandes virtudes, pero es la contención de lo sentimental lo que la eleva a un plano superior: el texto de Murakami bien podría ser traducido a través de una catarata de lágrimas que podrían conducir con facilidad al terreno de lo caricaturesco. En Hamaguchi el amor, sin embargo, nunca podrá ser objeto de burla. Amor y vida transmutan aquí con extrema delicadeza en un elemento inasible, incontrolable, apabullante ante el que los personajes solo pueden ser golpeados y la cámara solo puede ser testigo silencioso.
Mientras la adaptación de Chéjov en el interior del relato insiste en proclamar el deseo de vivir, la metáfora de Murakami se centra en la figura femenina del chófer como manera de soltar las riendas, de aprender a entregarse, del gesto de permitirse ser amado. Las lágrimas que se derraman no se filman buscando la sublimación, sino el profundo respeto. Quizás sea algo pronto para aventurarse a decirlo, pero habrá que volver a esta película con el tiempo para descubrir si realmente Drive My Car es el primer clásico contemporáneo de esta nueva década, que comenzó con un año lleno de silencio.
Fire on the Plain (Zhang Ji). San Sebastián 2021 – Sección Oficial
Tradición del Festival durante el último lustro, este nuevo thriller concebido en China debe mucho a la revolución del género que planteó Bong Joon-ho con Memories of Murder (2003) y que terminó refinando David Fincher con Zodiac (2007). El caso que nunca queda resuelto y que termina abriéndose años después, maltratado por las barreras que impone una sociedad sumida en el caos. Lo interesante de Fire on the Plain es que la energía juvenil de Zhang Ji ha impregnado el relato (y su forma de contarlo) de una ligereza más propia de una novela de Brian Helgeland o de un cómic noir de Ed Brubaker que de sus referentes cinematográficos, cuya estela intenta perseguir no sin cierta inocencia: la frescura de sus personajes, el cuidado estético con el que se retratan esos tenebrosos bajos fondos, la irregularidad de su carga dramática o el calado emocional de su banda sonora parecen esbozados desde el mismo espíritu rebelde que los jóvenes personajes envueltos en esta trama rocambolesca, tan accidentada como la propia vida. Por todo lo dicho tal vez la ingenuidad sea aquí una virtud, solo que no es la mejor de las herramientas para afrontar las oscuras derivas hacia las que intenta adentrarse el thriller. Dotado de una ambición mayúscula pero también consciente de sus propias limitaciones, Zhang Ji da solo el primer paso hacia las sombras sobre las que le gustaría haber transitado.
La hija (Manuel Martín Cuenca). San Sebastián 2021 – Sección oficial fuera de concurso
Manuel Martín Cuenca, director que ha pasado de puntillas por la historia del cine español y que tal vez tenga más que decir en esta de lo que parece, ha planteado un intenso relato que acompaña a los villanos del cine clásico vistos desde el otro lado del espejo. Una película que se inicia desde el idealismo del cine social más amable para terminar revelando lo que realmente es: el terrorífico retrato de dos personajes capaces de todo. El realizador ha planteado la película en tres grandes bloques, cada uno con una férrea planificación que conduce de manera inexorable hacia el siguiente estadio del relato, en una exhibición formal sobre cómo contar las cosas. Sorprende la elegancia y la eficacia narrativa de un autor que no deja de ponerse a prueba a sí mismo y que pareciera que ha escogido el proyecto por la dificultad de contarlo de la manera adecuada.
Del mismo modo que Caníbal (2013) respondía al trasfondo romántico de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) y El autor (2017) era un dulce trasunto de La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), Martín Cuenca continúa haciendo uso de esa práctica hitchcockiana de revelar lo más oscuro del ser humano planteándose siempre cuál es la expresión formal más certera para hacerlo. El film, más que nunca, revela también los planteamientos bressonianos del realizador, que siempre ha insistido en despojar a los actores de sus excesos interpretativos hasta alcanzar un cierto amateurismo que desnude el relato: los planos de la cuchara que intenta sacar un clavo remiten directamente a Un condenado a muerte se ha escapado (Robert Bresson, 1956), dejando entrever la referencia de una manera mucho más transparente que en otras ocasiones.
He aquí un auténtico ejercicio de puesta en escena, un trabajo que estudiar en las escuelas sobre el arte de contar historias en imágenes, un desafío sobre cómo saltar del costumbrismo a lo épico, del idealismo al terror, de lo social al thriller y que ese salto se haga siempre llevando de la mano a aquel que lo contempla.
Aloners (Hong Sung-eun). San Sebastián 2021 – New Directors
Con apenas tres elementos (un vecino fantasmal, un padre ausente y un entorno laboral anodino), Hong Sung-eun perfila, no sin la esperada ingenuidad de un debut cinematográfico, el que quizás sea el más certero acercamiento a la amargura juvenil del tiempo presente, señalada por un mercado laboral en condiciones trágicas y por una sociedad que tiende al aislamiento más profundo. El personaje, una chica marcada por una historia personal cuyo origen se nos niega, vive aislada en una burbuja gracias a los auriculares de su teléfono móvil, al cubículo de su puesto de trabajo y a la intimidad forzada de su pequeño apartamento. Parece que se haya acostumbrado a ese silencio hasta el punto de que el contacto humano resulta molesto. La joven atraviesa el mundo de pantalla en pantalla: la del móvil, la del ordenador de su trabajo, la del televisor de casa… Tanto que las personas ya parecen espectros, como el fantasma de su vecino. A pesar del silencio de esa rutina íntima, la película no busca caer en el tedio sino generar una capacidad de inmersión total en la vida privada de la protagonista. Todo se repite en un inútil intento de controlar el caos interno. La llegada de una becaria, el encuentro inevitable con lo humano, precipitará el cambio. También en lo formal. El primer plano en interiores como gesto acompañante, el plano general en el exterior como gesto de lo anodino, de lo indiferente. Auténtico triunfo de la sección New Directors, las imágenes lamentables que pretenden simular una cámara de seguridad instalada en el apartamento del padre no estropean la belleza de un retrato íntimo como este en el que, queriendo acercarse a la historia personal de una chica anónima, ha terminado por retratar el sentir de toda una generación.
Noche de fuego (Tatiana Huezo). San Sebastián 2021 – Horizontes Latinos
En una escena que muestra la cotidianidad de los trabajadores de Sierra Gorda, en el interior de Querétaro, una explosión controlada destruye el paisaje para que los mineros continúen su labor. Ellos observan impasibles a que la polvareda lo inunde todo y la nube los haga desaparecer por un instante. Sin ningún gesto grandilocuente, Tatiana Huezo resume con este momento el sentir de un pueblo hostigado por el cártel que opera en la región, una comunidad sitiada que siente que el mundo se derrumba a su alrededor y que ha perdido la capacidad siquiera de que sus rostros reaccionen a la barbarie. La realizadora ha encontrado una forma honda y directa de hablar de su país, desde una emoción profunda que nace de una puesta en escena que combina la naturalidad con una elegancia en el encuadre poco habitual para alguien que rueda cámara al hombro. El relato es articulado a través de una de las niñas del pueblo, y todo parece filmado con la mirada de quien no entiende lo que ocurre. Huezo busca en todo momento que quien contempla la película se sitúe también en ese mismo lugar de la infancia, en ese instante de la vida en el que todo es nuevo y las cosas solo se entienden a medias.
Pero, al contrario que otras películas de corte social del presente a las que les basta la premisa de la denuncia parar justificarse a sí mismas, Noche de fuego plantea una segunda mitad en la que la niña ya es una adolescente y entonces los problemas de lo cotidiano ya son otros. La mirada sigue siendo la de la recién llegada al mundo que no entiende lo que pasa a su alrededor y su rostro empieza a acostumbrarse a no reaccionar ante las injusticias, como les ocurría a los mineros. En todo este proceso las dificultades de los maestros que intentan impartir clases en el pueblo se convierten en situaciones frecuentes , lo que pone el punto de mira en el origen del mal, en dónde se ha de situar el primer paso para dejar atrás la barbarie. La valentía de Huezo, alejada de todo dogmatismo (y ya es difícil cuando se trata de poner en escena el mundo educativo), huyendo de todo efectismo (y ya es difícil cuando la autora desborda esta sensibilidad por el universo infantil), no se limita únicamente a denunciar las injusticias de su entorno: por fin el cine demuestra que también es capaz de señalar cuál puede ser el primer paso para cambiar las cosas.
Aurora (Paz Fábrega). San Sebastián 2021 – Horizontes Latinos
Tercer relato sobre el alumbramiento juvenil en el festival (lo cual hace pensar sobre el sentir general de una sociedad en plena crisis medioambiental), Aurora es un film especial porque concibe un estudio de personajes, una joven embarazada y una adulta que decide ayudarla, tratando de huir de las herramientas tradicionales que ayudan a construirlos. Esta renuncia a los arquetipos, este juego sutil con las elipsis, este manejo singular del tiempo, esta querencia por los instantes muertos del relato y este respeto por el espacio íntimo de ambas ayuda a generar una inusual tridimensionalidad en ambas protagonistas, les dota de una autenticidad sorprendente. El film respira y discurre a través de la luz. Por la sensación que desprende se diría un documental, por el estilo invisible con el que está filmado se diría una clase magistral de dirección cinematográfica. Habrá que regresar a ella para poder desentrañar el milagro. Es tal la naturalidad que pareciera que nada avanza, que nada pasa, cuando en realidad sucede el mundo mismo en toda su complejidad inabarcable e invisible a través del relato. En un estimable intento por escapar de los lugares comunes del drama y acercarse al vaivén anodino de la vida real, Paz Fábrega ha compuesto un cine de engañosa sobriedad que pende de un fino equilibrio, un ejercicio cinematográfico pleno de autenticidad.
Carajita (Ulises Porra y Silvina Schnicer). San Sebastián 2021 – New DirectorsCon el deseo de poner en escena la desigualdad social en República Dominicana como situación universal igual que ocurría en Cocote (Nelson Carlo de los Santos Arias, 2017), y con la habilidad para diseccionar las miserias de esa clase alta de la que hacía gala Kékszakállú (Gastón Solnicki, 2016), Carajita desarrolla una fábula trágica condensada en el tiempo y con un accidente de coche como motor de la trama. La culpabilidad y la impunidad abrazan el relato del mismo modo que en La mujer sin cabeza (Lucrecia Martel, 2008), solo que aquí Ulises Porra y Silvina Schnicer han convertido el relato en una oportunidad para construir un ejercicio de puesta en escena eléctrico y lleno de energía, transformando la tragedia en marco para la sublimación estética. El sobrecogedor trabajo visual trata de devolver su dignidad a la clase más baja a través de la épica y sus metáforas ponen también en evidencia las injusticias sobre las que se construyen los privilegios de los ricos. Aunque la película muestre en ocasiones las costuras de unos cineastas aún en formación (el errático comienzo, la pérdida de control en la secuencia final a orillas del mar), Ulises Porra y Silvina Schnicer hacen gala de un inusual dominio de lo cinematográfico para poder plasmar su historia en imágenes. El resultado no es solo una película directa y nada complaciente con el poder de remover interiores y de agitar conciencias, sino también un film arrollador y ejemplar sobre cómo aunar la pasión por el fondo con el deseo de encontrar una forma comunicante. Tal vez por ello sea el trabajo de dirección más destacable de esta edición en Nuevos Directores.
Textos originalmente publicados en la web de caimanediciones.es.